El ciclo de la Wiener Akademie en el Mayor | El Nuevo Siglo
Foto cortesía
Domingo, 4 de Febrero de 2018
Emilio Sanmiguel
La música se  oye y disfruta con reverencia y una de las maneras de manifestarlo es no interrumpiendo con aplausos. Sin embargo esto ocurrió el viernes, provocando un visible enojo del director Haselböck.
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 Vaya uno a saber cómo es que se alinean los astros, pero la jornada beethoveniana del viernes resultó desconcertante. No sé la razón, si es que la hay. Pero son cinco conciertos, cada uno, reúne dos sinfonías en orden cronológico, Quinta y Sexta-Pastoral, Tercera y Cuarta, etc. Sin embargo, no se interpretan cronológicamente, pues las dos primeras se oyeron durante la tercera jornada.

Lo cierto es que a las dos primeras sinfonías correspondió el concierto del viernes y algo debió ocurrir en materia de público. Porque luego de experimentar dos noches con el teatro lleno hasta la bandera la situación fue muy distinta. Y no me refiero –sí, qué necedad insistir con este asunto- a la ya ausencia absoluta de delegados del famoseo sino a la aparición de una audiencia diferente. Un público al cual no hubo poder humano para que entendiera que, desde tiempos de Mendelssohn y, más aún, de Mahler, la música se ha sacralizado, se oye y disfruta con reverencia y una de las maneras de manifestarlo es acentuando el sentido de unidad de las composiciones en movimientos no interrumpiendo con aplausos. Cosa que irritaba a Mendelssohn, enfurecía a Mathler y molestó mucho a los beethovenianos presentes en el auditorio la noche del viernes. Lo cierto es que en los dos primeros conciertos esto no ocurrió, ni hubo amago de que esto fuera a ocurrir.

Las sugerencias a guardar silencio fueron ignoradas por los, seguramente debutantes en esto de los conciertos de la, bien o mal llamada música clásica, que cada interrupción la realizaban con muchísimo más entusiasmo que la anterior. En la primera parte el director de la Wiener Akademie les ignoró, evidentemente no quiso que el disparate fuera a ocurrir entre el Menuetto y el Adagio – Allegro molto e vivace: no bien terminado el tercer movimiento se movió con la velocidad de un felino para pasar en Attacca al final de la «Sinfonía nº 1 en Do menor, op. 21.

En cambio, su actitud resultó desconcertante o… ¿tal vez burlona?,  durante la Nº2 en Do mayor, op. 36, pues decidió girarse hacia el público para agradecer las interrupciones y de paso cruzar una mirada cómplice con el timbal de la orquesta; aunque en el paso del divino Scherzo al movimiento final sí repitió la faena de la primera parte y evitó el aplauso…

Reconozco que, a lo mejor estoy hilando muy delgado. Al fin y al cabo estamos hablando de una orquesta que procura repetir la atmósfera sonora de tiempos del compositor, cuando no sólo se daban esos aplausos sino que hasta se intercalaban piezas musicales –generalmente ligeras- entre movimientos y las interrupciones del viernes se podrían interpretar como una restauración de las costumbres de la época…

Lo cierto es que las dos primeras sinfonías no convocaron el mismo público de las primeras noches. Seguramente porque de las 9 son las menos populares, Mala decisión, digo yo, porque la interpretación de la Sinfonía en Do mayor, fue realmente modélica y el sonido de la orquesta pareció ajustarse como un traje a la medida. El director Haselböck evidentemente entiende que la deuda con el sinfonismo de Haydn –maestro de Beethoven- es apenas aparente, pues en realidad su genio fogosamente individual está ahí, agazapado, luchando por no hacerse evidente, para no molestar el gusto musical de la época, algo que sí pudo vislumbrar claramente Haydn en ese momento y no dudó en decírselo a Beethoven sin rodeos. Porque, cómo pasar por alto esa ligereza y agilidad teñidas de giros de buen humor de que hicieron gala director y orquesta en el movimiento final…

También la Sinfonía Nº2 en Re mayor tuvo una impecable interpretación. Si en la anterior el genio del compositor empieza a salir de la camisa de fuerza haydiniana, aquí aflora como un relámpago en el Scherzo; última gran sinfonía de la historia que tiene un pie puesto en el Antiguo régimen y otro en el triunfo burgués de los ideales románticos y burgueses del siglo XIX, ahora el sonido y los contenidos de la interpretación sonaron más resueltos, decididos si se quiere.

La noche abrió con la Obertura de «Las creaturas de Prometeo, op. 43», preciosamente recorrida. Única música para ballet  de Beethoven, muchísimo más importante de lo que se pudiera pensar, no sólo porque algunos de sus temas aparezcan en la Eroica, sino porque fue el producto de la colaboración de Beethoven con Salvatore Viganò, genial bailarín que buscaba hacer realidad coreográfica la individualidad del movimiento de los personajes en el escenario, lo que finalmente consiguió Fokine en 1911 cuando estrenó Petrouska con música de Stravinsky. Pero esa es otra historia.