Naturaleza o libertad (I) | El Nuevo Siglo
Viernes, 22 de Enero de 2021

Cuando mi padre fue desterrado por el dictador (Rojas Pinilla, 13 de mayo de 1953) cuatro de los hermanos Leyva fuimos internados -a mí me toco una academia “semi-militar”- al norte de Nueva York. Un día de junio fuimos a jugar a una cancha fútbol, con un calor insoportable y nos llevaron cualquier cantidad de cajas con tomates para combatir el calor; yo fui el único que no comió: “no me gustaba el tomate”, le decía a los profesores, pero nunca había probado un tomate (alguno de mis hermanos mayores, para burlarse de mí, me había dicho que el tomate era una verdura amarga, desagradable, y le creí). Pero, a las dos o tres de la tarde no resistí más el calor infernal y probé un tomate. Desde entonces como tomates como bobo, y aprendí a no rechazar algo sin conocerlo o haberlo probado antes.

Resulta que, hoy, estamos viendo este episodio infantil como única salida para la vida. Pocos se arriesgan a conocer la verdad, pocos están dispuestos a probar y conocer lo desconocido, por más argumentos que se les ofrezca. La apuesta por la felicidad que ofrece creer la verdad, el bien real, es rechazada como yo a los tomates con furia: que seamos “un espíritu en el tiempo”, que reconozcamos un Creador, una vida después de la muerte. Siendo que esta es la única que tiene sentido, que esta alternativa se sustenta en el amor infinito.

Están condicionados por el placer animal, se niegan conocer la propuesta ganadora para la vida: el amor verdadero. Las ideologías: el egoísmo, el placer y tener, la ignorancia, el poder, la fama, la libertad sin verdad, son el orden del día. El sexo y los placeres como fin y sus variantes… son la salida fácil para desconocer la verdad. Se niegan probar el bien: el fanatismo, en todas sus formas y en todas las edades es la ley. Difícilmente encontramos personas que busquen la verdad. Cualquier sugerencia torcida pero hábilmente presentada es acogida sin derecho de inventario, sin cuestionar las consecuencias, sin ponderar el alcance de lo que están viviendo.

De aquí el desorden moral que reina en las personas: muchos creen tener la razón, con la mejor voluntad, sin saber de dónde vienen o para donde van. Desde Aristóteles (300 a.C.), los grandes pensadores del mundo han sostenido que las cosas naturales tienen un modo de ser estable, según una estructura dada y fijada: la esencia. Mientras que el modo de ser humano es dinámico, respondiendo a un principio activo que orienta y empuja, libremente, hacia la perfección, lo que consiste en desarrollarse según su modo de ser: la unión de ambos lleva a la esencia corpórea humana, en cuanto principio de operaciones o pasiones.

Para Aristóteles la naturaleza se distingue de lo que es espiritual y lo que es artificial: natural es lo que es espontáneo, que no procede de la razón. Los hechos naturales se repiten del mismo modo: obedecen a lo natural y necesario, lo que impone la materia; en cambio, los fenómenos de la vida espiritual son variadísimos y libres: como escribir una poesía o componer música.     

  Fuente: J.M. Burgos