Juramento de año nuevo | El Nuevo Siglo
Jueves, 13 de Enero de 2022

En el 2021 me la pasé escribiendo sandeces en esta columna, pero prometí cambiar para el 2022, después de Reyes. Desde ahora enviaré notas serias y constructivas a mi paciente y juiciosa coordinadora, Claudia, hija de Rafael Bermúdez (qepd), mi jefe de redacción y amigo en el Diario de la Capuchina el Siglo pasado y con quien, sin que se enterara nuestro Director, Álvaro Gómez, una que otra vez compartí -entrada la tarde- algunas copillas de brandy Domecq, que yo llevaba camuflado en mi morral de estudiante; menos podríamos permitir que se enterara el otro Álvaro (Montoya, el “Bionauta”) porque entonces el espirituoso cambiaría de galaxia en un santiamén.

En esos años dorados, llenos de linotipos, tintas y máquinas ruidosas, sacar un periódico a la calle era un milagro de la carpintería; hoy, con las facilidades que permite la tecnología digital, el milagro es no sacarlo a tiempo, impecable, virtual… pero el diario físico no puede desaparecer, porque entonces ¿cómo hace uno para llegar a un cafetín, pedir un humeante café término medio y sin tener el medio -periódico- físico a la mano, para rayarlo y descuartizarlo, y cómo haría mi hermano, don Horacio, para llenar el crucigrama? A punta de teclas, lo dudo.

Ahora sí empiezo, en serio. Dos puntos y aparte.

El año antepasado, en pleno pico y cédula, entré al banco del que soy tarjetahabiente y la niña que daba los turnos al entrar me preguntó, al rompe, si yo era adulto mayor y como detrás de mí venían dos lindas chicas, no dudé en decirle -con voz firme- que no lo era y me senté a esperar que llamaran mi número de atención normal; media hora más tarde, ya altico del suelo de esperar, porque no tenía todo el día para hacer nada -además, en tiempos de bárbaras naciones no dejaban utilizar el celular dentro de las instalaciones bancarias- y más aburrido que un celador sin radio, una vez cerciorándome de que no vinieran chicas en cola, me tocó regresar al punto de partida y confesarle a la niña, en voz baja, que tenía más de 60 y con una sonrisa cómplice me cambió el turno por uno de atención preferencial y a los 10 minutos ya estaba fuera, libre como el viento, aunque sin poder respirar, por ese maldito tapabocas que se inventaron (no hay felicidad completa). 

Es la marcha inexorable del tiempo, doctores (genérico que incluye a las doctoras). No saben las peripecias que tiene que hacer uno para disimular la cruda realidad.

Post-it. Cuando comencé a leer “El infinito en un junco” -historia de la escritura, vida, obra y milagros de las letras y de las bibliotecas- de la española Irene Vallejo, me imaginé que se trataba de una curtida y octogenaria escritora, típico ratón de biblioteca; pero vaya tremenda sorpresa me acabo de llevar al conocerla en una entrevista por TV: joven y hermosa, esa chica -mi nuevo amor platónico- algún día será premio nobel de literatura y entonces, como me dijeron que era casada, yo me quedaré prendido de un enmarañado junco, mirando hacia el infinito, “contemplando, tembloroso, el misterio palpitante de las constelaciones”, como diría mi paisano, el poeta Fabio Vásquez Botero.