El estallido en Brasil | El Nuevo Siglo
Lunes, 9 de Enero de 2023

* La democracia es una sola

* Vandalismo: el peor enemigo

 

 

Así como en el caso del fallido y todavía fresco intento de golpe de Estado en el Perú, por parte del izquierdista exmandatario Pedro Castillo (hoy en prisión), es indispensable condenar los hechos del domingo en Brasilia, luego de que cientos de manifestantes se tomarán por la fuerza las sedes vacías de la Presidencia, Congreso y el poder judicial, a la expectativa de un respaldo militar que nunca llegó.

En primer lugar, debe condenarse cualquier amago, venga de donde venga, de violar la institucionalidad democrática de cualquier país. Si bien José Inácio Lula da Silva obtuvo el solio del gigante suramericano después de haber sido condenado por corrupción y de haber salido prematuramente de la cárcel, gracias a aducirse un vicio de forma en el proceso judicial (que en nada desdijo de las pruebas del expediente), las urnas determinaron un estrecho triunfo sobre Jair Bolsonaro que lo llevó a posesionarse de la presidencia hace una semana como mandatario de todos los brasileros.

En ese caso no puede, como algunos hacen, condenarse los actos contra Lula, tildándolos de fascistas, pero excusar al mismo tiempo lo acontecido con Castillo en el Perú, como si los claros intentos golpistas fueran cosa de ángeles. De modo que no se puede ser un demócrata integral recurriendo a un rasero diferente para ambos episodios lesivos de la democracia, ya de por sí bastante averiada en el teatro latinoamericano.       

Dicho esto, es lógico pedir que todos los brasileños acojan el dictamen democrático y, por lo tanto, cualquier acción dirigida a desconocerlo tiene que ser rotunda y automáticamente descalificada, tal y como lo reiteraron los gobiernos del continente americano, la OEA y las propias Naciones Unidas. Ciertamente Bolsonaro ha alegado fraude, y por eso no ha reconocido el gobierno de Lula (aunque patrocinó el empalme), pero igualmente es claro que ha desligado la violencia y el vandalismo de la protesta social y política. Incluso, los principales gobernadores adictos a su causa han condenado los actos vandálicos contra el gobierno de Lula al mismo tiempo que han pedido garantías para la oposición legítima.    

Por su parte, es un hecho que la sociedad brasileña se encuentra profundamente dividida entre dos alternativas. Esa es una realidad que no se puede minimizar, mucho menos cuando la oposición tiene mayoría en el Parlamento y las gobernaciones, lo que necesariamente lleva a que el Ejecutivo y sus contradictores intenten puntos de acuerdo si acaso se quieren sacar adelante las reformas planteadas por la entrante administración. Cosa bastante difícil.

Visto lo ocurrido el fin de semana en Brasilia, queda claro que el llamado a la unión que hiciera Lula da Silva el día de su posesión no ha tenido los efectos esperados, ni la credibilidad suficiente. Y ello se comprueba no solo por la asonada protagonizada por cientos de bolsonaristas el domingo pasado, sino por la prevención que existe en muchos sectores políticos, económicos, sociales e institucionales del vecino país frente a las reformas anunciadas por el nuevo mandatario.

Lo más preocupante de lo sucedido el domingo pasado en la vecina nación, que afortunadamente fue controlado por las autoridades federales en cuestión de pocas horas, es que esta clase de acciones contra el orden democrático se están empezando a multiplicar en América Latina por distintas vías. La confusión entre la protesta social y el vandalismo, como ya ocurrió en Colombia y Chile, debe separarse debidamente y tener sanciones ejemplares so pena de su repetición permanente, en vez de recurrir a la indulgencia y la erosión del estado de derecho.

Por el momento hay que resaltar la rápida y contundente reacción de la institucionalidad brasileña para defender el orden y la autoridad. Sin embargo, como se dijo, lo ocurrido es un síntoma de una crisis más profunda y estructural, que tiene su principal evidencia en el profundo clima de polarización en ese país. Lo sucedido en Brasil termina siendo un campanazo para toda la región. Los gobernantes están llamados a medir el clima de la opinión pública con el fin de preservar la democracia, evitar su desquiciamiento, cerrarle el paso a la improvisación y permitir los canales legítimos de la oposición. Mal haría ahora Lula en recurrir a una cacería de brujas, como también estaría mal ceder ante el vandalismo que se ha convertido en uno de los principales enemigos del sistema democrático.