“No podemos comer dinero, ni beber petróleo”. La frase pertenece a una de las activistas juveniles por el medio ambiente más representativas del mundo. Acababa de cumplir 15 años el pasado septiembre, cuando ofreció un poderoso discurso sobre la urgente tarea de trabajar por la conservación del agua limpia, una causa que abrazó desde los ocho años. No es Greta Thunberg y tampoco nació en una sociedad dominante. Su nombre es Autumn Peltier, es Anishinaabe-kwe y pertenece a la Primera Nación Wikwemikong, una reserva indígena de Ontario, Canadá.
Como la suya, numerosas voces de pueblos originarios se alzan desde hace años –como una rebelión de anónimos- para defender el único planeta que tenemos. Aunque les ha costado más que a otros ser escuchados, cada vez adquieren más resonancia. Y ahora que la Cumbre del Clima (COP 25) dejó una percepción de que es ineficaz para garantizar soluciones desde los gobiernos y los tomadores de decisión, hay varias razones para escuchar a estas comunidades, que suman alrededor de 370 millones de personas y resguardan el 80% de los biomas del mundo.
Vulnerables pero valientes
En gran parte, la necesidad de hacerse visibles se debe a que son de los grupos más vulnerables por los efectos de la crisis climática. “Viven en territorios aislados; dependen directamente del medio ambiente para su subsistencia y modo de vida; y aunque su contribución a la emisión de gases de efecto invernadero es mínima, son quienes sufren las consecuencias al máximo”, explica Andrés Del Castillo, Consejero Jurídico Principal del Centro de Documentación, Investigación e Información de los pueblos indígenas (Docip) con sede en Ginebra, Suiza.
A esto se suma un contexto de exclusión manifiesta e inseguridad recurrente. Si bien hay presencia de pueblos indígenas en 90 países del mundo, en algunos no son reconocidos como tal por sus gobiernos: Ruanda, Camerún, Indonesia, Vietnam y China son algunos casos. Esto guarda relación con que las posibilidades de convertirse en propietarios de la tierra en la que viven sean exiguas. Y sin derecho sobre la tierra, su incertidumbre es latente.
A todo esto se suman las amenazas, la criminalización y la estigmatización que enfrentan quienes ejercen como activistas. Diferentes instancias como el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los y las defensores de derechos humanos han calificado este 2019 como un año mortífero.
“Hay un incremento en el acoso, violaciones y asesinatos de defensores de derechos ambientales”, señala Kathrin Wessendorf, Jefe de Programas de IWGIA, organización global dedicada a promover, proteger y defender los derechos de los pueblos indígenas.
Casos similares se evidencian en casi todos los países en los que se enfrentan intereses de industrias extractivas y derechos de estas comunidades. Robinson López, del pueblo Inga de Colombia y Coordinador de cambio climático y biodiversidad de COICA, una organización internacional que agrupa a los nueve países que tejen la cuenca del Amazonas, explica que esa violencia a la que está expuesta la vida de estos líderes – de hecho, él mismo ha sido amenazado por defender el bioma más importante del mundo - tiene un impacto social de grandes proporciones. “Matar a un líder indígena, que defiende y conoce sus territorios y sus saberes ancestrales es también afectar los mecanismos de mitigación de cambio climático”, afirma.
“No vamos contra el progreso”
Una de las narrativas que se recrudece con el tiempo alrededor de los defensores del medio ambiente señala que estos mantienen una postura adversa al desarrollo económico y al capitalismo. Varios líderes entrevistados por la Agencia Anadolu durante la COP25 sostuvieron lo contrario.
Una de ellas fue Joziléia Daniza Kaingang, del pueblo Kaingang de Brasil y representante de la Asociación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB). Para esta académica y líder indígena, el consumo desenfrenado y su impacto en el ambiente esconde un sistema injusto y pernicioso, en el que mientras unos grupos explotan los recursos otros pierden sus biomas.
“Nunca vamos contra el progreso, pero no estamos de acuerdo con la falta de conciencia en el consumo, ni con las afectaciones que impactan a nuestras comunidades”, explica.
Lo cierto es que el problema de las emisiones es antropogénico y eso significa que resolverlo depende de intereses, conversaciones, voluntades, negociaciones, consensos y compromisos. De ahí que la COP 25 haya sido, por decir lo menos, tan compleja como decepcionante.
Para Naw Ei Ei Mia, directora de Promotion of Indigenous and Nature Together (Point) de Myanmar, un ejemplo es la dificultad para coincidir con algunos gobernantes: “Quieren probar que son buenos para la gente con el crecimiento económico pero no con el crecimiento sostenible, no promoviendo lo que es correcto”, sentencia.
De ahí la relevancia de involucrarles en las conversaciones –y en las decisiones- que tienen lugar en escenarios como la COP25. En ese sentido, los pueblos indígenas han avanzado de manera importante. Han logrado posicionarse como actores de cambio, que no solo denuncian sus afectaciones, sino que desarrollan propuestas concretas. Un ejemplo de esto fue el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático que este año por primera vez reconoció la importancia de asegurar la tierra de los pueblos indígenas para hacer frente al cambio climático.
¿Por qué deberíamos escucharlos?
Ahora que las dinámicas económicas de las sociedades dominantes están sobre la mesa para su revisión, comienza a tomar fuerza la inquietud sobre cómo replantear las industrias y el consumo, o en una sola pregunta: ¿Cómo podemos transformar la manera en que vivimos? La respuesta parece estar en gran medida en entender cómo viven los pueblos indígenas.
De hecho, un reciente estudio de la Organización Internacional del Trabajo, dedicado a los conocimientos tradicionales de dichas comunidades, defiende su relevancia y aplicabilidad en el desarrollo de estrategias de sostenibilidad y acción climática. Se habla de dos puntos cruciales: adaptación y mitigación de efectos. Dadas las extremas condiciones a las que están siendo expuestos, los indígenas tienen por definición, una capacidad de resiliencia superior que no se encuentra en otros grupos de la sociedad dominante.
Johnson Cerda, Quichua de la Amazonía del Ecuador y miembro del Mecanismo de donaciones específico para pueblos indígenas y comunidades locales, explicó que aunque la aplicabilidad de dichos conocimientos dependen de cada ecosistema, hay acciones que cuentan con un respaldo de la ciencia moderna y que de manera general deberían ser tenidos en cuenta, como generar espacios de conexión con la naturaleza, pensar en energías alternativas, utilizar medios de movilidad sostenible como la bicicleta y comer alimentos más orgánicos, entre otros.
Aunque la conversación política todavía no involucre a los indígenas de forma determinante, la sociedad civil si tiene la oportunidad de detener el extractivismo exagerado, de evitar la ocupación desordenada y sobre todo, de disminuir la contaminación. Después de todo “a título de humanidad, como lo fue en su momento llegar a la Luna” -concluye Del Castillo- “el gran desafío de nuestro tiempo es salvar el planeta”.