Primavera es un término que concita apacibilidad, alegría, y conlleva vocación de futuro. El verano, otoño o invierno tienen otros vínculos mentales. En Colombia, la primavera no se vive como en los países con estaciones. Pero aquí refiere, por igual, una órbita apetecible, inmejorable, un ambiente de favorabilidad. Indica serenidad de espíritu, regocijo interno, equilibrio con la naturaleza de las cosas. Es, a fin de cuentas, una invitación al optimismo.
De los sucesos más interesantes y auspiciosos de la Humanidad reciente, sin duda, la Primavera Árabe. Aún más, inclusive, que la caída del muro de Berlín y el derrumbe del comunismo. Finalmente ello había comenzado con otra Primavera (la de Praga). El desplome del sistema comunista significó más seguridad para el mundo o eso que ahora definen como una mejora de la percepción. Las generaciones, nacidas a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa en adelante, no saben lo que significaba vivir bajo la zozobra cotidiana de que se pudiera obturar un botón, despachar miles de ojivas nucleares, y borrar el mundo de un plumazo. Los bombazos de Hiroshima y Nagasaki, con sus 500.000 muertos instantáneos, notificaron que la vida no sólo era un filamento en las manos de Dios. También teatro caprichoso de los líderes de las superpotencias. El hecho fue que la globalización, más allá del mercado y las tecnologías actuales, comenzó por ahí. Era, ciertamente, el miedo global, implícito y constante. Hasta que la Primavera de Praga impuso la protesta inicial y décadas más tarde refloreció al caerse por consunción el propio comunismo.
Después de ello Samuel Huntington, en su libro El choque de las civilizaciones, pronosticó que, aparentemente salvada la era atómica, el exterminio se daría por la pugna, ya no política, sino cultural y religiosa entre las grandes tribus globales. Los sucesos del 11 de Septiembre, de los que en la actualidad se cumplen diez años, parecieron darle toda la razón. Y ello, para quienes confiamos en la bonhomía humana pese a todas las vicisitudes, guerras, hambrunas y depredaciones, fue motivo de renovado pesimismo. Incluso acepto que la rabia destilada por Oriana Fallaci en sus escritos, exaltando la supremacía de la civilización occidental sobre la arábiga, fue de mi recibo. Luego vino uno de los peores errores en la historia de Occidente: la invasión de Iraq por parte de Bush junior con base en conjeturas y mendacidades. Fue entonces igualmente indignante, o peor por provenir de los supuestos civilizadores, ver cómo se demolían las estatuas babilónicas por las manos feroces de los invasores.
De repente, una década más tarde, los mismos árabes, luego del estruendoso fracaso occidental, emergieron de modo intangible y elocuente, como la Primavera. Adiós a Ben Ali, en Túnez, Mubarak, en Egipto, Gadafi, en Libia, y los que faltan. No más satrapías, regímenes teologales, o redenciones mentirosas como mampara del miserabilismo. El pueblo árabe, ojalá demócrata, desprendido del militarismo y los sultanatos que aún persisten, podrá ser el insumo universal que siempre fue.
Y lo que me faltaba: ¡adiós también a Huntington!