Las amenazas, desplazamientos forzados, atentados y asesinatos de activistas y defensores de los derechos humanos están disparados en el país, según lo denuncian distintas organizaciones no gubernamentales y entidades nacionales e internacionales. Las cifras son muy disímiles dependiendo de la fuente de la información y la clasificación que se hace de las víctimas y los posibles móviles de los autores materiales e intelectuales.
Por ejemplo, el Programa No Gubernamental de Protección a Defensores de Derechos Humanos “Somos Defensores” indicó que en el primer semestre de 2016 fueron asesinados 35 activistas, en tanto se contabilizaron casi 300 agresiones. La misma ONG sostiene que entre julio y septiembre de este año, 63 defensores y defensoras de derechos humanos fueron víctimas de algún tipo de agresión “que puso en riesgo su vida e integridad y obstaculizó la labor legítima y legal de defensa de los derechos humanos en Colombia”. De ellos, 19 fueron ataques mortales. Las estadísticas que manejan las autoridades son distintas y menores, pero incluso así es evidente que se está registrando un aumento de atentados e intimidaciones. La propia ONU, a través de sus dependencias en Colombia, ha alertado sobre esta grave situación, en tanto que la Fiscalía ha redoblado sus esfuerzos para descubrir los móviles y autores de los atentados.
¿Qué está pasando? Las hipótesis son, igualmente, variadas. Algunas apuntan a que los activistas de derechos humanos son blanco de distintas organizaciones violentas que van desde las llamadas “bandas criminales emergentes” o Bacrim, facciones neoparamilitares, grupos guerrilleros, mafias del narcotráfico y minería ilegal, redes de delincuencia difusa que se oponen a los procesos de restitución de tierras a desplazados y despojados, pandillerismo urbano, redes locales de microtráfico… Es claro que los móviles son, por lo tanto, muy diferentes en cada caso en particular y si bien es alarmante el número de agresiones este año no se puede hablar de una estrategia sistemática y coordinada a nivel nacional, sino de situaciones locales e inconexas entre sí.
Como es apenas natural, en medio de un proceso de paz, la mayoría de las reacciones a este aumento de ataques contra los activistas y defensores de derechos humanos coincide en que no se puede hablar del “fin de la guerra” cuando los trabajadores humanitarios están siendo asesinados e intimidados. Es claro, entonces, que por más que la principal facción subversiva esté en cese el fuego y de hostilidades, los otros actores violentos y de la delincuencia organizada y común siguen apuntando sus armas y métodos de intimidación contra quienes defienden causas sociales, comunitarias y de denuncia de violaciones a las garantías más fundamentales. Las Bacrim, por ejemplo, se sospecha que están detrás de los crímenes contra los líderes de procesos para que fincas y predios sean restituidos a humildes campesinos que fueron despojados a sangre y fuego. Igual es claro que algunas de las víctimas venían denunciando las operaciones de minería ilegal que se realizan en ríos y socavones, generando un grave daño ambiental. En otros casos las víctimas habían denunciado actuaciones presuntamente anómalas de agentes estatales. También se sospecha que en algunos eventos las organizaciones criminales de alta complejidad han acudido a redes de sicariato y bandas de delincuencia común para cometer los atentados e intimidaciones con el fin de que no los relacionen con los mismos.
Si bien es cierto que en las dos versiones del acuerdo de paz que se han negociado con las Farc en La Habana hay sendos compromisos para redoblar los sistemas de protección a líderes sociales, comunitarios y activistas de derechos humanos, así como para fortalecer las investigaciones y judicialización de los responsables de estos atentados, más allá de lo que pase en las negociaciones con la guerrilla, tanto la ya avanzada con las Farc y la apenas inicial con el Eln, el Estado en su conjunto debe replantear su estrategia para enfrentar esta grave situación. En esta dirección debe resaltarse la activación de la Unidad Especial de Investigación para el Desmantelamiento de las Organizaciones Criminales de la Fiscalía. Su objetivo es garantizar la no repetición del fenómeno paramilitar y desarticular las organizaciones criminales responsables de homicidios contra defensores de derechos humanos o de personas vinculadas a movimientos políticos.
Es urgente, entonces, que la estrategia delineada redoble todos sus esfuerzos así como los recursos humanos, técnicos y presupuestales. También es prioritario que el sistema de alerta temprana para la protección de los líderes y activistas sociales y de derechos humanos se fortalezca, pues en muchos casos los familiares de las víctimas de ataques denuncian que estas no contaban con escoltas, chalecos antibalas ni otras medidas de seguridad.
Es apenas obvio que no se puede hablar de paz cuando quienes defienden derechos humanos o causas sociales continúan siendo asesinados.