No se sabe qué termina siendo más impactante: que Colombia haya destinado el año pasado 72 billones de pesos a subsidios, o que se advierta que muchas de esas ayudas están mal focalizadas y en lugar de beneficiar a las personas y familias de más bajos recursos, recaen en quienes tienen más ingresos.
No es un debate menor y para comprobarlo sólo basta con citar que el Congreso aprobó hace escasas semanas el Presupuesto General de la Nación para 2017, que incluye las partidas para funcionamiento, inversión social y servicio de la deuda, por un monto total de 224 billones de pesos. Es decir que los subsidios son una tercera parte de lo que se gastará el Estado el próximo año.
Visto el dilema ya planteado, se debería abrir una discusión de fondo sobre los resultados del estudio del Departamento Nacional de Planeación sobre los subsidios en Colombia. De acuerdo con esa investigación, la inversión es de proporciones mayúsculas, ya que esos 71,7 billones de pesos equivalen al nueve por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) del país o incluso, de acuerdo con el cálculo que hace la misma entidad para dimensionar este monto, representa más de cinco veces el valor de la primera fase del Metro de Bogotá.
Cuando se habla de subsidios hay que diferenciar, ya que unos son las transferencias de recursos públicos que le otorgan un beneficio económico a una empresa, institución o persona jurídica y otros son los que le llegan directamente a las personas de carne y hueso. Según el estudio de Planeación, entre 2010 y 2015 estos subsidios sociales, es decir los que se entregan a las personas, crecieron cerca de 45 por ciento, al pasar de 49,6 billones de pesos a 71,7 billones de pesos. El año pasado, por ejemplo, al sector de educación se le dieron 22 billones de pesos, al de pensiones 18,4 billones, seguido por la salud con 14,8 billones y servicios públicos con apenas 3,7 billones. Ya en menor cuantía se destinan dineros a la atención a la primera infancia, la lucha contra la pobreza, la vivienda y otros. Esto implica, entonces, que de los 71,7 billones gastados en 2015, educación, pensiones y salud se llevaron más del 78 por ciento en subsidios sociales.
Aunque este rosario de cifras impacta ya de por sí por su monto, lo realmente preocupante es que el mismo estudio concluya que los avances en materia de reducción de la pobreza y la miseria podrían ser mayores si estas ayudas estuvieran mejor focalizadas. En otras palabras, que los subsidios en Colombia están mal distribuidos y que su repartición no es progresiva, ya que buena parte de los recursos termina en personas de altos ingresos.
Un ejemplo de ello es la enorme dificultad que ha significado para los últimos gobiernos poder depurar el Sisben, que se creó precisamente para ser el sistema de identificación y clasificación de potenciales beneficiarios para programas sociales. Los colados se cuentan por decenas de miles. Es más, el reciente informe de Planeación Nacional al respecto sostenía que había más de 130 mil personas con ingresos superiores a los 3,8 millones de pesos al mes recibiendo subsidios que deberían ser destinados única y exclusivamente para los más pobres y en estado de vulnerabilidad.
De esta forma, por ejemplo, mientras que los subsidios para salud, educación y atención a la primera infancia sí llegan en su gran porcentaje a quienes realmente lo necesitan, hay vacíos de distinta índole que permiten que los dirigidos a pensiones, vivienda y servicios públicos se distribuyan sin tener en cuenta los ingresos, generando aquí una clara inequidad y dispersión del objetivo presupuestal.
No en pocas ocasiones hemos advertido en estas páginas que los miles de colados en el Sisben no disminuyen sustancialmente porque los órganos penales, fiscales y disciplinarios son muy laxos y paquidérmicos para castigar drásticamente a quienes participan del fraude. Incluso, está comprobado que la complicidad entre particulares y funcionarios públicos para realizar estas trampas son el germen de las redes de corrupción regional y local que se lucran del presupuesto público sin importarles que los niños mueran de desnutrición crónica, no accedan a un servicio de salud eficiente, tengan niveles críticos de desarrollo intelectual y educativo, sobrevivan en suburbios miserables o terminen siendo carne de cañón para la delincuencia y la desintegración social…
No deja de llamar a la reflexión que mientras en el Congreso hay un gran debate en torno a la drasticidad del proyecto de reforma tributaria estructural, y el Gobierno advierte que se requiere el apretón en impuestos para evitar frenar el funcionamiento del Estado y la inversión social, los propios informes oficiales den cuenta de que las ayudas sociales no están llegando a los más necesitados sino a muchas personas con ingresos altos que se aprovechan de un sistema de identificación y clasificación de beneficiarios bastante débil e ineficiente.
Tiene razón Planeación Nacional cuando dice que se requiere un nuevo esquema en materia de focalización de subsidios. El problema de fondo es que esa no es una recomendación nueva. Ya en el pasado se dio la misma alerta y las medidas aplicadas no dieron mayor resultado. ¿Será que ahora sí?