Sometido siempre a una contradicción entre sus acérrimos defensores y críticos sin tregua, lo cierto es que en 1988 la guerrilla y el narcotráfico tenían al país al borde de ser un “estado fallido”. Hoy, tras mucho sacrificio de vidas y valientes esfuerzos, ese riesgo ya no existe. Balance, pros y contras y lo que viene. Análisis
Este 4 de febrero cuando en la Casa Blanca se reúnan dos ex presidentes de Estados Unidos, Bill Clinton y George Bush, así como el actual mandatario Barack Obama, junto al jefe de Estado de nuestro país, Juan Manuel Santos, y el expresidente Andrés Pastrana, ese cónclave bien podría catalogarse como el de los protagonistas del punto de inflexión del conflicto armado en Colombia.
Esa cumbre de la Casa Blanca, sin antecedentes en las relaciones entre ambos países, tiene un solo fin: la celebración de los 15 años del Plan Colombia, sin duda la estrategia militar y política más importante aplicada en nuestro país en la segunda mitad del siglo XX.
Aunque el expresidente Álvaro Uribe también fue invitado por Obama al acto político, está prácticamente descartado que el hoy senador y jefe de la oposición al gobierno Santos asista al cónclave. Una ausencia sensible en la foto, pues la Política de Seguridad Democrática fue la estrategia de lucha contra la guerrilla y el narcotráfico que más le sacó réditos al Plan Colombia, al punto que durante los ocho años de su vigencia las Farc sufrieron un debilitamiento estructural en lo militar que no habían experimentado durante las más de cuatro décadas de accionar violento y terrorista.
Quince años después de formulado el Plan Colombia hay cinco elementos que, al hacer una radiografía sobre el grado de efectividad de la estrategia, se pueden extraer como las grandes conclusiones.
El primero parte de analizar por qué se formuló ese Plan y qué lo diferenció de otras estrategias de lucha contra los carteles del narcotráfico y la guerrilla que se habían aplicado en anteriores gobiernos. Y para ello es necesario recordar el país que recibió Andrés Pastrana en 1998.
En esa época Colombia atravesaba una de las más grandes crisis institucionales de las últimas décadas. Políticamente el gobierno saliente no tenía ningún tipo de legitimidad ni credibilidad nacional o internacional ya que el escándalo del tristemente célebre “Proceso 8.000” había puesto en evidencia el alto grado de infiltración del narcotráfico en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Más de cincuenta congresistas, jefes de entes de control, ministros, exministros y dirigentes políticos de distinto nivel se encontraban bajo la lupa de la justicia ante la evidencia de que sus campañas habían sido financiadas por el narcotráfico. Ese mismo escándalo llegó hasta la propia Casa de Nariño al comprobarse que dineros del Cartel de Cali financiaron la campaña presidencial de Ernesto Samper, quien prácticamente duró todo su mandato evitando ser desaforado y enjuiciado penalmente. Es más, a nivel externo se llegó al extremo de decir que Colombia tenía una especie de ‘narco gobierno’.
En el plano económico, el billonario peso de los recursos provenientes del narcotráfico tenía un efecto transversal sobre casi todos los sectores productivos y no pocos analistas advertían que había una especie de ‘narcoeconomía’ emergente, con ramificaciones en el plano social, político, institucional, gremial y de muchas otras índoles.
Sin embargo la situación más complicada estaba en el plano militar. El escenario era sencillamente crítico. La guerrilla había emprendido años atrás una nueva fase de su estrategia basada en lo que los expertos llamaban “guerra de movimientos”. Es decir, movilizaban grandes contingentes subversivos con el fin de copar bases militares de distintos tamaños, reducir a los uniformados sobrevivientes, secuestrarlos y hacerse con todo el arsenal de estos. En más de 200 municipios la Fuerza Pública había sido prácticamente sacada por los ataques de las Farc y el Eln, en tanto que la capacidad de reacción de las Fuerzas Militares era muy limitada y la moral también era muy baja. A ello se sumaba que los grupos paramilitares se habían extendido por todo el país y perpetraban casi a diario masacres.
Incluso los estrategas bélicos advertían que el siguiente paso en la táctica guerrillera era avanzar hacia la consolidación de territorios, es decir, que no solo atacarían y coparían las bases de la Fuerza Pública, sino que se trataría de adueñarse del territorio por días o semanas, repeliendo lo más posible la ofensiva de la Fuerza Pública por recuperar el control de la zona.
En síntesis, era tal la crisis nacional que no eran pocos los diagnósticos que advertían que Colombia estaba al borde de ser “estado fallido”.
De allí que tras el triunfo de Andrés Pastrana en las urnas, Washington decidió que debía activar una estrategia de alto nivel y de profundas implicaciones para evitar que Colombia cayera indefectiblemente en manos de mafias y la insurgencia. Tras cuatro años de ruptura y desconfianza permanente frente a Samper, la llegada de Pastrana, quien fue el primero en denunciar la infiltración del narcotráfico en la campaña liberal, abrió la posibilidad de una nueva era en las relaciones entre Colombia y Estados Unidos.
Estrategia transversal
Descrito ya el escenario con que arrancó Pastrana su mandato, era evidente que su intención de adelantar un proceso de paz con las Farc preocupaba a la Casa Blanca, en especial porque la debilidad militar e institucional del Estado colombiano era muy alta y en ese marco circunstancial era muy difícil que una salida pacífica al conflicto resultara equilibrada y respetuosa de los cánones de la democracia, la propiedad privada y el sistema político imperante.
Un temor que tenía un flanco geopolítico aun mayor, por cuanto desde 1999 Venezuela estaba gobernada por el otrora coronel golpista Hugo Chávez, quien desde ya se veía que quería exportar su llamada ‘revolución bolivariana’, claramente inclinada hacia el socialismo contestatario, crítica al cual más de Estados Unidos y simpatizante de los movimientos de izquierda radicales latinoamericanos, ya fueran legales o, como en el caso colombiano, subversivos.
Fue en ese escenario en donde el Plan Colombia empezó a tomar cuerpo, ya que Estados Unidos si bien mostró un apoyo cauteloso y condicional al proceso de paz, advirtió que este tendría viabilidad solo en la medida en que el Estado recuperara su primacía militar, la legitimidad institucional y, sobre todo, la capacidad de respuesta militar para enfrentar el doble desafío de los carteles del narcotráfico y una guerrilla que venía escalando su accionar bélico y empezaba a considerar que podría llegar al poder por la vía armada.
De allí que cuando el gobierno Pastrana acudió al presidente Bill Clinton para explicarle cuál era su estrategia para adelantar un proceso de paz paralelo a una ofensiva militar, la respuesta de Washington fue que ello requería una estrategia bélica, política, económica, institucional y judicial integral y de largo plazo.
De esta forma lo que inicialmente se pensaba sería una estrategia dirigida única y exclusivamente a obtener apoyo económico, de equipamiento castrense, de modernización tecnológica y mejoramiento operativo de la capacidad de las Fuerzas Militares, pasó a convertirse en una estrategia más ambiciosa en la que también se incluyeron rubros para el fortalecimiento de la justicia, la sustitución alternativa de cultivos ilícitos, flujos de inversión a zonas afectadas por la violencia y otros aspectos más.
La dimensión de dicho Plan fue tal que las propias Farc, en la Mesa de Diálogos del Caguán , advirtieron numerosas veces que no tenía sentido que un gobierno que tenía como bandera la búsqueda de una salida negociada al conflicto, también estuviera tramitando con Estados Unidos un apoyo económico y militar sin antecedentes para profundizar la guerra. Al final de cuentas, tanto el proceso como el Plan continuaron construyéndose a la par.
Se ve, entonces, en este segundo elemento de conclusión, que el Plan Colombia, sin duda la estrategia militar más efectiva de los últimos quince años, nació como consecuencia directa de un proceso de paz y de la necesidad de que el Estado fuera una contraparte militar fuerte para que la negociación resultara equilibrada para la institucionalidad y la democracia.
Cambio en ecuación del conflicto
Los estrategas militares que han evaluado lo que significó el Plan Colombia para la llamada “ecuación del conflicto armado”, siempre insisten en que desde el punto de vista táctico-estratégico fueron tres los elementos determinantes que llevaron a que la Fuerza Pública recuperara la iniciativa en la confrontación armada.
En primer lugar, una parte de los recursos entregados por Estados Unidos se dirigió al mejoramiento de la capacidad de combate terrestre del Ejército, la Fuerza Aérea y la Policía. Muchos diagnósticos habían recalcado que no se podía ganar la guerra si el pie de fuerza institucional continuaba siendo compuesto en su gran mayoría por soldados con poca experiencia en el campo militar, lo que comúnmente se conoce como conscriptos, es decir jóvenes que empuñaban las armas en virtud del servicio militar obligatorio y no por tener una clara vocación castrense.
Lo que cambió el Plan Colombia es que progresivamente la Fuerza Pública logró aumentar el número de soldados profesionales, es decir de combatientes que eran entrenados específicamente para actuar en zonas de orden público y en guerra contrainsurgente. No sólo eran pagos, sino que tenían una vocación militar claramente superior a la de un soldado regular o bachiller, que en muchas ocasiones prestaba el servicio militar obligatorio porque era la única forma de obtener la respectiva libreta y poder empezar a trabajar o estudiar.
A esa profesionalización progresiva del pie de fuerza, se le sumó la creación de brigadas, fuerzas de tarea, fuerzas especiales, batallones y otras unidades especializadas contraguerrilleras. Unidades de combate entrenadas -incluso por asesores de EU- no tanto para contener o repeler los ataques subversivos, sino para adentrarse en los enclaves históricos y las retaguardias territoriales de las Farc y del Eln. Todo ello con el decidido objetivo de hacer retroceder a la guerrilla hacia la alta montaña y selva adentro, anulando así su evolución a la llamada “guerra de movimientos” que durante el gobierno Samper y una parte del de Pastrana le permitió lanzar ataques a bases militares y policiales, coparlas y secuestrar a casi 500 uniformados, entre soldados regulares, suboficiales y oficiales, incluido un coronel, que fue plagiado luego del ataque a Mitú, el 1º de noviembre de 1998. Esta fue, sin duda, una de las acciones subversivas más preocupantes para el Estado colombiano, pues era la primera vez que la insurgencia atacaba y copaba una base policial en una capital departamental.
La toma de la ciudad más importante de Vaupés, al decir de no pocos expertos, terminó siendo uno de los campanazos más fuertes que dieron origen a la estrategia del Plan Colombia, pues se perpetró apenas tres meses después de que Pastrana asumiera el poder y cuando ya se estaban dando los primeros pasos logísticos para la creación de la zona de despeje en el Caguán y la posterior iniciación allí de los diálogos.
En tercer lugar, a la profesionalización del pie de fuerza y la conformación de unidades de combate especializadas que penetraran las retaguardias estratégicas de las Farc y el Eln, se sumó la más grande modernización de equipos que haya tenido la Fuerza Pública en las últimas décadas, contando incluso con tecnología de punta proporcionada por Estados Unidos, en especial de rastreo satelital e inteligencia electrónica.
Lo cierto era que a finales del siglo XX la Fuerza Pública colombiana todavía utilizaba arsenales desuetos, débilmente repotenciados o poco eficaces para afrontar una típica guerra de guerrillas. El Plan, en cambio, permitió que un volumen importante de recursos se dirigiera en buena parte a aumentar la capacidad de reacción de la Fuerza Pública a los ataques subversivos. La modernización en materia de aviación táctica y el transporte helicoportado de tropas le permitieron a la Fuerza Pública repeler rápidamente los ataques subversivos a gran escala, lo que sumado a una mejora sustancial en la capacidad de bombardeo y ametrallamiento a baja altura o en zonas de alta y mediana montaña, acabaron con la táctica de “guerra de movimientos” que venía desarrollando las Farc.
Luego, con el paso de los años, todo evolucionó a las brigadas de combate más especializadas, los comandos conjuntos, los batallones de alta montaña, sofisticados sistemas de interceptación de comunicaciones e inteligencia electrónica así como renovación de equipos de aviación táctica y estratégica, artillería, infantería…
De esta forma, una Fuerza Pública que en 1998 se mostraba debilitada e incluso superada en el terreno de combate, fue año tras año ganando capacidad de control territorial permanente, a tal punto que de los más de 25 mil hombres-arma que tenían las Farc a finales del siglo pasado, hoy no superan los ocho mil. A ello se suma que no menos de 200 de sus cabecillas de frente y bloque fueron abatidos o capturados, en tanto que el mito de la invulnerabilidad del secretariado insurgente se acabó luego de que cayeran en sendos bombardeos de la Fuerza Pública cabecillas como ‘Raúl Reyes’ (marzo 2008, franja fronteriza con Ecuador), alias ‘Mono Jojoy’ (septiembre 2010, Caquetá) y alias ‘Alfonso Cano’ (noviembre de 2011, Cauca).
Quince años después, es evidente que hoy la guerrilla no tiene la capacidad de combate que ostentaba y que ni el más optimista de sus jefes llega a considerar que tiene capacidad de llegar al poder por la vía de las armas.
Es más, la progresiva debilidad táctico-estratégica de la subversión ha llevado a que se devuelva cada vez más a la típica táctica de guerrilla, es decir de golpear y huir lo más rápido posible o emplear de manera profusa métodos terroristas, evitando combates frontales con las Fuerzas Militares y de Policía. De igual manera, ya no se ven esos grandes campamentos guerrilleros que albergaban centenares de insurgentes. Hoy, para evitar ser blanco de bombardeos, tuvieron que desdoblar frentes y disminuir lo más posible los regímenes campamentarios.
Es decir, como conclusión de este segundo elemento, que el objetivo primordial del Plan Colombia dirigido a que la guerrilla no se hiciera al poder en Colombia o arrinconara militarmente al Estado, hoy se da como un hecho cumplido.
La mutación del narco
El otro gran objetivo del Plan Colombia fue, sin duda, el de frenar el poder de cooptación del narcotráfico en el país. En este sentido hay que decir que si bien se desmantelaron los grandes carteles narcotraficantes de Medellín y Cali, su estructura criminal derivada o restante mutó hacia una era de carteles de menor fuerza pero no por ello desestimables.
Aunque en los tres últimos quinquenios se han dado fuertes golpes a esas organizaciones que heredaron el negocio, o que se hicieron al mismo a punta de sangre y fuego, lo cierto es que persiste una micro-cartelización que ha sido difícil de combatir, pues tan pronto se abate, captura o extradita a uno de sus cabecillas, surge un reemplazo que rápidamente toma las riendas de esas estructuras.
De esta forma se ha mutado de los grandes carteles de Cali y Medellín, a los del Norte del Valle o la Costa, y luego a organizaciones aliadas al paramilitarismo y la propia guerrilla, rebautizadas ahora como “bandas criminales emergentes al servicio del narcotráfico” (Bacrim), tipo clan Úsuga y otras.
A ello hay que sumar que los carteles mexicanos han tomado un mayor protagonismo en el manejo trasnacional del negocio, en tanto que se ha registrado una migración de narco-operaciones y cabecillas a países como Venezuela, Ecuador y Argentina y otras naciones.
Si bien es cierto que hoy Colombia no produce la cantidad de toneladas de cocaína, heroína y marihuana que quince años atrás, el país continúa siendo el mayor exportador de esta droga, aunque Perú en los últimos dos años le ha peleado esta nada respetable posición.
Es más, desde el uribismo se asegura que en los últimos tres años del gobierno Santos, el narcotráfico ha vuelto a tomar un nuevo respiro, no sólo por el auge del microtráfico en muchas ciudades y municipios, sino porque (según los informes de la propia ONU) la extensión de narcocultivos volvió a subir, llegando ya a un promedio de 70 mil hectáreas de sembradíos de hoja de coca en 2014, pese a que en 2013 apenas eran 48 mil. En ese mismo lapso se habría pasado de un promedio de producción de 290 toneladas de cocaína a 442, es decir un incremento superior al 50%.
El uribismo culpa de esa situación a una presunta disminución de los operativos antidrogas como consecuencia del proceso de paz, dado que las Farc se refugian en zonas de alta densidad de narcocultivos, así como a la prohibición gubernamental de las fumigaciones aéreas con glifosato de los sembradíos ilícitos.
Hoy, al hacer un corte de cuentas al Plan Colombia, es claro que el narcotráfico ya no tiene cooptado ni infiltrado al Estado colombiano, salvo casos aislados. También se reconoce a nuestro país como el de más sacrificios pero también mayores éxitos en la lucha antidrogas.
Aun así, ante un fenómeno criminal con alta capacidad de mutación, es claro que la estrategia represiva no ha dado los resultados que se esperaban a nivel global y por ello, incluso con Colombia a la cabeza, en estos momentos toma fuerza el debate sobre un cambio de enfoque en la estrategia. Es más en abril próximo habrá una sesión especial de la ONU para tratar este tema y allí se espera que se empiecen a sentar las bases de estrategia antidroga con un componente menos represivo y de persecución penal, mirando hacia un enfoque más de salud pública e incluso flexible frente a las políticas propensas a descriminalización del consumo o la despenalización controlada de la producción y comercio de los alucinógenos.
Política de Estado
El cuarto elemento de conclusión del Plan ha sido, sin duda, que se confirmó como la primera gran política del Estado entre Estados Unidos en Colombia, tanto a nivel bilateral como interno.
Se trata de un hecho de significación toda vez que tres gobiernos estadounidenses han mantenido y respaldado el Plan, que fue concebido bajo la administración Clinton (demócrata), reforzado durante los dos mandatos de Bush (republicanos) y mantenido a lo largo de las dos administraciones de Obama (demócratas).
Esa confluencia partidista en Estados Unidos respecto a la estrategia frente a un tercer país ha terminado por evidenciar que Colombia es uno, si no el principal, de los aliados estratégicos más importantes de Washington en el continente, a tal punto que nuestro país es uno de los mayores receptores de ayuda económica militar norteamericana en las últimas dos décadas, apenas superado por países como Israel.
Hoy se calcula que por la vía del Plan y otras líneas de cooperación paralelas Colombia ha podido recibir más de 10 mil millones de dólares a lo largo de estos años. Aunque ello no ha estado libre de condicionamientos y molestos procesos de certificación y monitoreo, algunos claramente invasivos de esferas y decisiones nacionales, lo cierto es que la ayuda se ha mantenido a lo largo de los tres quinquenios e incluso su progresiva disminución es justificada, tanto por el Departamento de Estado como por el Congreso norteamericano, bajo la tesis de que ya Colombia ha ido superando las causas objetivas que dieron origen a este componente de ayuda internacional.
Por el lado colombiano el Plan también se puede considerar como la única y más fuerte muestra de una política de Estado. La estrategia nació, como se dijo, en el gobierno Pastrana, a quien le correspondió la estructuración de la misma y la difícil tarea de convencer a la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el Congreso de ese país de que se trataba de una hoja de ruta coherente y que existía el compromiso institucional de nuestro país para cumplir cada una de sus fases.
Uribe, entre tanto, fue el Presidente que a través de su Política de Seguridad Democrática llevó a lo más alto la operatividad del Plan, gracias a que cuando asumió el poder había coincidencia nacional en que tanto a la guerrilla como al narcotráfico no se les podía dar cuartel y había que aplicarles toda la fuerza del Estado para derrotarlos. De allí que, precisamente, los ocho años de su mandato estén considerados como los más exitosos en la lucha contra la subversión.
Santos, entre tanto, como ministro de Defensa del gobierno Uribe y luego como Presidente también se precia de que bajo su mando se le han dado a la guerrilla los golpes más duros de la historia y que, precisamente, fue la sumatoria de todo ello lo que terminó por convencer a las Farc de que debían sentarse a buscar una salida negociada al conflicto, so pena de ser diezmadas militarmente en pocos años.
Se evidencia, por tanto que más allá de las diferencias internas partidistas, políticas e ideológicas entre los principales factores de poder en Estados Unidos y en Colombia, el Plan ha sido una política de Estado fuerte y permanente que ha superado no pocas dudas, cuestionamientos sobre su eficacia así como polémicas locales sobre la necesidad de redirigir sus recursos y voluntad política hacia otras coyunturas más apremiantes para cada una de las dos naciones.
¿Y ahora qué?
El quinto y último elemento de conclusión alrededor de lo que han sido los quince años del Plan Colombia, se refiere a cuál debe ser el futuro de la estrategia, si ya cumplió su ciclo o si la agenda binacional, que lo ha tenido como primera referencia a lo largo de los últimos tres gobiernos de lado y lado, debe reformularse hacia énfasis más modernos o urgentes.
Quienes defienden la permanencia del Plan Colombia, no solo desde el punto de vista del apoyo económico sino de la reafirmación de la alianza política con Washington, sostienen que la estrategia es más primordial en estos momentos en que el proceso de paz se encuentra en la recta final y las Farc saben que una nueva burla al país sería intolerable, a lo que se suma el gran componente de internacionalización que han tenido las tratativas, al punto que la Unión Europea, Estados Unidos y hasta la ONU tienen delegados y papeles protagónicos en el proceso.
En otras palabras que si la activación del Plan Colombia tuvo como origen debilitar o incluso acabar a la guerrilla y su capacidad de desestabilización del país, su desmonte solo debe concretarse cuando ese riesgo haya sido neutralizado totalmente, es decir, cuando la subversión se desarme y reinserte a la civilidad.
Para otros analistas el plan debe reformularse pero manteniéndolo como marco de referencia principal de las relaciones bilaterales, toda vez que aún tiene un evidente apoyo gubernamental y parlamentario en Estados Unidos, lo que se traduce en flujo de recursos para la Fuerza Pública colombiana. No se puede desconocer que muchos factores de poder político en Washington consideran que nuestro país ya no está dentro del top de prioridades de la política internacional de la Casa Blanca, pues crisis como la amenaza del ‘Estado Islámico’, el desafío del cambio climático o las tensiones con Rusia y Corea del Norte son más importantes desde el punto de vista geopolítico.
A lo anterior se suma que el narcotráfico colombiano continúa siendo una gran amenaza global, así los actores hayan mutado. No en vano la propia DEA señala que las Farc son un gran cartel del narcotráfico y que otros ejércitos armados, tipo Bacrim, se están aliando con la guerrilla para el negocio de la droga.
Sin embargo hay otras ópticas que defienden la idea de que el Plan Colombia es un ciclo ya casi cumplido y que mientras este exista la agenda bilateral, que hoy debe mirar hacia otros campos como el comercio, el cambio climático, la energía y la integración, seguirá estando narcotizada. Alegan, por igual, que es evidente que Washington y Bogotá tienen posturas contrarias en torno a la necesidad de un nuevo enfoque en la política antidroga, pues mientras Colombia sostiene que pese a todos los esfuerzos esta guerra se está perdiendo, Estados Unidos insiste en la política represiva.
Visto todo lo anterior y analizados los cinco elementos de conclusión de lo que ha sido la aplicación del Plan, es claro que en la reunión del próximo jueves el debate sobre si debe mantenerse o acabarse no se va a dilucidar.
El objetivo de la reunión es otro: celebrar que tras quince años de gobiernos de Clinton, Bush, Obama, Pastrana, Uribe y Santos, el Plan Colombia cumplió con su objetivo principal: que nuestro país no fuera un “estado fallido”, cooptado por el narcotráfico y la subversión. Y ese logro merece todos los reconocimientos.