La nostalgia y el radicalismo obstinado en la música clásica | El Nuevo Siglo
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Sábado, 18 de Noviembre de 2017
Antonio Espinosa Holguín
Después de Beethoven, Haydn y Mozart la música clásica se partió en dos. Los progresistas y los conservadores dividieron el escenario musical. Así ha pasado durante 150 años. Y, ahora, ¿qué pasa?
 

LA SITUACIÓN actual de la música occidental es absolutamente excepcional. Nunca antes había habido ni una audiencia ni una infraestructura alrededor de ella tan impresionante como la de ahora. Las salas de concierto se llenan a diario en todo el mundo, decenas de grabaciones son creadas y distribuidas todo los días, grabaciones que son subsecuentemente devoradas por un mercado muchísimo menor al de la música popular, pero firmemente devoto. Sin embargo, una rápida mirada a cualquier programa de conciertos o a cualquier lista de las grabaciones más vendidas del mes, revela algo dolorosamente obvio: con poquísimas excepciones, ninguno de estos compositores está vivo. Es más, la enorme mayoría ni siquiera vivió más allá de la Segunda Guerra Mundial.

En la época de los más célebres compositores la situación era muy distinta. Parte de la razón por la cual los catálogos de Bach, Haydn y Mozart son tan extensos es la demanda constante que el público y sus empleadores ejercían sobre ellos para producir nuevas obras. Los grandes maestros del Barroco y el Clasicismo componían sus obras pensando muchas veces en la recepción del público y los críticos en el estreno, después del cual era improbable que la pieza se presentase muchas veces más. Tras una excepcional ebullición de genio artístico que había ocurrido en la música desde los últimos días del Alto Barroco hasta Beethoven, la consciencia de estar trabajando “bajo la sombra de gigantes,” como lo diría Brahms, se volvería un tema de vital importancia en el mundo musical, y la dinámica de la composición cambiaría para siempre.

En torno a las distintas maneras de confrontar este dilema, se formaron dos bandos en lo que luego vendría a denominarse la “guerra de los románticos.” El primero, liderado por Franz Liszt y Richard Wagner, los autodenominados “progresistas,” tomó por bandera la música de Héctor Berlioz, particularmente la “Symphonie fantastique.” Esta obra, basada en una historia de un joven amante y sus visiones opioides, formaría la base de lo que llegaría a llamarse la música programática, música “sustentada” en un texto  o una imagen acompañante que le diera sentido.  Por medio de la música programática, Liszt, Wagner y sus seguidores buscaban abandonar las formas tradicionales del clasicismo (la sinfonía, la sonata, etc.), junto con la rigidez del sistema tonal, para crear arte que traspasara fronteras disciplinarias, informados por una visión del artista como una cuasi-deidad que lideraría a la sociedad del futuro. En la concepción Wagneriana, el gran artista era un visionario infalible, cuya obra lideraría a la humanidad hacia un futuro mejor. El público estaba obligado a seguir, así no disfrutara de la obra, o ni siquiera la entendiese; el artista siempre tendría la razón.

Del otro lado estaba la facción conservadora, formada alrededor de Johannes Brahms pero defendida en público principalmente por el crítico vienés Eduard Hanslick, quien abogaba la vigencia de los géneros y formatos abstractos (sin fuentes no musicales) de los maestros del clasicismo. Para Hanslick y los demás conservadores, el pasado de la música era su fuente más importante, infinitamente superior a la influencia literaria y filosófica de los progresistas. Brahms y sus simpatizantes enfatizaron a los compositores del pasado en sus programas como concertistas, manteniendo a compositores que muchas habían muerto hacía más de un siglo, como Bach y Handel, en las salas de concierto.

Para salir del estanco han de abolirse dos venenos letales que han nublado el proceso mental de nuestros predecesores durante los últimos 150 años: la nostalgia y el radicalismo obstinado.

Tras la muerte de estos compositores el mundo musical terminó por aceptarlos a todos, y las ideas de ambas facciones terminaron por ser tanto victoriosas como perdedoras, cada una en un frente distinto de la batalla. Esta extraña división de la “victoria” tras la guerra de los románticos fue absolutamente determinante para el futuro de la música, y es indudablemente la causa de su actual situación.

En la sala de concierto ganaron los conservadores. En su tiempo como director de la Singakademie en Viena, Brahms instauró una programación conformada casi exclusivamente de compositores ya muertos, desde Mendelssohn hasta el renacimiento, lo cual se convertiría rápidamente en el estándar a seguir. La sala de conciertos se convirtió en una especie de museo, un templo al pasado, y cambiaron fundamentalmente la mentalidad y las expectativas del público. Ser seguidor de la música clásica en este tiempo implicaba un alto nivel de familiaridad con el canon establecido de obras maestras y grandes compositores, familiaridad que requiere de tiempo y esfuerzo, y genera una gran cantidad de expectativas. Esto creó un público muchísimo menos receptivo a la novedad, un público que delegaba la formación de verdaderas opiniones al ahora inmenso aparato crítico y musicológico, un público que jamás seguiría a un músico vivo y a su obra con ninguna especie de fervor; si un artista no ha sido pre-aprobado por la voz infalible del canon, no hay por qué perder el tiempo con su trabajo.

Sin embargo, del lado de los compositores, la victoria de los progresistas fue casi total. En los últimos años de la vida de Brahms, el último en morir de los involucrados en la “guerra,”  ya comenzaba a ser obvio a quién seguía la nueva generación de creadores. Richard Strauss y Gustav Mahler, con sus emotivas, turbulentas y confusas obras orquestales, llevarían a la música tonal a su extremo más absoluto, dividiendo al público y a la crítica. La siguiente generación sería la famosa Segunda Escuela Vienesa de Schoenberg y sus discípulos, quienes por medio de su total abandono de la tonalidad y la hostil oscuridad de su trabajo terminarían por destruir decididamente la relación simbiótica entre músico y público. De aquí en adelante existirían estas dos entidades en dos esferas separadas, casi siempre totalmente incompatibles; el público concentrado en devorar mil y un interpretaciones del gran canon, y el compositor, obsesionado con sus visiones personales, convencido de su genialidad, desafiando los límites de lo “aceptable,” frente a lo cual el público se mantiene mayoritariamente desconectado.

Esta situación, aunque parezca terriblemente estéril, es poseedora de un gran potencial. La misma riqueza de las obras maestras del pasado ha creado en los sectores más agudos del público estándares estéticos y un conocimiento musical verdaderamente admirables. También tenemos ahora más que nunca orquestas, intérpretes y directores de un altísimo calibre, gracias al mismo rigor del canon. La responsabilidad de llevar dicho potencial a su apogeo yace en manos de los compositores de las generaciones venideras, pero también de público e intérpretes. Tenemos el enorme beneficio de conocer a profundidad la historia de este arte, de poder evaluar fríamente los eventos que nos trajeron al sitio donde estamos,  de resaltar con claridad lo que ocurrió en el camino.  Para salir del estanco han de abolirse dos venenos letales que han nublado el proceso mental de nuestros predecesores durante los últimos 150 años: la nostalgia y el radicalismo obstinado.