De Roma a La Haya | El Nuevo Siglo
Domingo, 22 de Julio de 2018

La idea de establecer un tribunal penal internacional no fue, en modo alguno, una innovación de finales del siglo XX.  Aparece ya, por ejemplo, en los debates de varias Conferencias Internacionales para la Unificación del Derecho Penal celebradas durante las décadas del 20 y el 30.  En el seno de la fallida Sociedad de Naciones se adoptó en 1937 el texto de un tratado para la conformación de un Tribunal Penal Internacional encargado del juzgamiento del terrorismo, que sin embargo nunca entró en vigor.  Tras la II Guerra Mundial muchos doctrinantes del derecho siguieron defendiendo la idea, con argumentos cada vez más fuertes. 

La trágica experiencia de Yugoslavia y de Ruanda, ya en los años 90, y la constitución de sendos tribunales ad hoc para juzgar a los responsables de los graves crímenes cometidos al fragor de estas guerras terminó por reforzar la convicción ya no sobre la conveniencia de crear una corte penal internacional permanente, sino sobre su necesidad.  Ello condujo, finalmente, a la redacción del “Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional”, aprobado el 17 de julio de 1998 en una conferencia diplomática convocada por la Organización de Naciones Unidas.  El Estatuto entró en vigor en 2002 y la CPI empezó a funcionar al año siguiente.  Desde entonces, ha abordado 26 casos y proferido ocho condenas.  Quince órdenes de arresto han sido emitidas y actualmente hay tres acusados en proceso de juzgamiento.  Además, hay varias “situaciones” -entre ellas la de Colombia- que son objeto de observación o investigación preliminar por parte de la Oficina del Fiscal.

No son pocas las críticas que han llovido sobre el desempeño de la Corte.  Los Estados africanos -incluso aquellos que en su momento solicitaron, por su propia voluntad, la intervención del tribunal- se quejan permanentemente del “ensañamiento” de La Haya con el continente.  El año pasado, la Unión Africana invitó a sus miembros a denunciar el Estatuto de Roma y retirarse de la jurisdicción de la Corte, algo que hasta ahora sólo ha hecho Burundi y que en su momento tentó también a Sudáfrica y Gambia.

Investigaciones como la del genocidio en Darfur -caso remitido por el propio Consejo de Seguridad de la ONU- han dado resultados francamente decepcionantes.  Resulta frustrante -y francamente ofensivo- ver al presidente sudanés Omar Al Bashir, sobre quien pesan dos órdenes de arresto, pavonearse por distintos países africanos que hacen caso omiso de la obligación de detenerlo para ponerlo a disposición del tribunal.  Sobornos y amenazas a testigos, y deficiencias y dificultades en la construcción del acervo probatorio, han baldado los esfuerzos de la Fiscalía en al menos un par de casos.

 

La entrada en vigor de la competencia de la CPI en relación con el crimen de agresión, que ha coincidido con el vigésimo aniversario del Estatuto de Roma, parece ofrecer un precario consuelo.

Sería sin embargo un error suponer que el experimento ha fracasado.

Como ocurre a veces con muchas instituciones internacionales, es preferible que la CPI exista, con todas sus fallas y limitaciones, a que no exista.  Ahí está, para dar cuenta de un imperativo moral y de un compromiso político cuya validez intrínseca no depende de la eficacia del tribunal ni del cumplimiento por parte de los Estados de las obligaciones derivadas del Estatuto.  Ahí está, para subrayar el hecho de que no es su existencia, sino la acción eficaz de los Estados para prevenir y sancionar el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión, lo único que puede garantizar que tales aberraciones no se repitan ni queden impunes.  Puede sonar paradójico, y acaso lo sea.  Los Estados y gobernantes que esperen salvar su responsabilidad con el argumento de los fracasos de la CPI no hacen sino poner en evidencia su complicidad y su complacencia con eso que Churchill llamó una vez “el triste y oscuro catálogo de los crímenes humanos”.

Precisamente por eso, como en el caso de Miguel Strogoff, el héroe de Julio Verne, “no es la historia de sus éxitos, sino la de sus sufrimientos” la que merece ser contada.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales