Procrastinación tributaria | El Nuevo Siglo
Lunes, 1 de Enero de 2024

* Otra intempestiva propuesta presidencial

* Múltiples preguntas sobre una idea gaseosa

 

La propuesta presidencial en cuanto a “reformar” la reforma tributaria” que el Congreso le aprobó el año pasado, por el monto más alto en la historia (80 billones de pesos en el cuatrienio), abrió una discusión de amplio espectro pese a que se hizo al borde del puente festivo de cambio de año.

De entrada, es claro que se trata, como tantas veces ha ocurrido en los diecisiete meses de este gobierno, de un anuncio intempestivo, sin ningún tipo de socialización previa. Es más, el hecho de que se hiciera después de que se rompiera la Mesa de Concertación Salarial y el Ejecutivo procediera a decretar un reajuste de la remuneración básica del 12%, lleva a pensar que fue una idea que se lanzó más en el marco de la explicación del impacto de dicha alza del sueldo en la productividad de las empresas, que como resultado de un análisis serio y ponderado sobre la carga tributaria de las unidades productivas y la necesidad de morigerarla. Más aún en momentos en que la economía continúa en plena descolgada y el riesgo de recesión asoma, luego del crecimiento negativo de tercer trimestre y el resultado en rojo del último Índice de Seguimiento a la Economía (ISE).

En segundo término, no deja de llamar la atención que la propuesta de bajar los impuestos a la actividad empresarial se lance ahora desde el Gobierno, el mismo que un año atrás, durante el trámite del proyecto de reforma tributaria en el Senado y la Cámara, se opuso férreamente a disminuir esa carga impositiva al sector privado y, por el contrario, impulsó varios artículos cargándole aún más la mano a las compañías y varios sectores. Plantear ahora lo que rechazó en el segundo semestre de 2022, es un claro ejemplo de procrastinación.

Por otra parte, el planteamiento gubernamental requiere ser aterrizado de forma más precisa y detallada. Por ahora lo único que se sabe es que se propone bajar el impuesto de renta a las empresas y elevar ese mismo tributo a las personas naturales de más altos ingresos. Surgen, de inmediato, no pocas interrogantes: ¿Cuál sería el monto de la disminución, bajo cuál esquema de gradualidad y si cubriría a todo al sector productivo o habría exclusiones? ¿Tiene alguna viabilidad impositiva y realismo fiscal pasar de un 35% al 20% a mediano plazo? ¿Cómo se aplicaría el aumento de pago de impuestos para particulares, a partir de qué montos y qué exenciones podrían aplicarse?

Ahora ¿Si el Gobierno sostiene que la idea es que las empresas crezcan y tengan rentabilidad, pero sin desfinanciar al Estado ni afectar sus proyecciones de recaudo, ello significa, entonces, que el Ejecutivo, que tiene muy deficientes niveles de ejecución presupuestal y viene aumentando la burocracia de forma alarmante, no se va a apretar el cinturón ni a controlar un gasto que hoy está bajo la lupa por su sesgo populista y marcadamente asistencialista? ¿La otra parte de la propuesta, en cuanto a quitar el IVA a las actividades del turismo y generar exenciones a las energías limpias, no va en contra de lo aprobado un año atrás en la reforma tributaria pese a múltiples alertas al respecto?

Una última, pero no menos importante inquietud, ¿Hasta qué punto este intempestivo anuncio del primer mandatario no responde, más que a la necesidad de prestar −ahora sí− atención a la crisis empresarial, a una maniobra dirigida, en realidad, a tramitar otra reforma tributaria para suplir los recursos que se dejarán de recibir por los artículos de la aprobada el 2022 que ya tumbó la Corte Constitucional en medio del alud de demandas que estudia contra esa norma?

Hemos recalcado en estas páginas que un imporrenta del 35% (el más alto del subcontinente, según Fedesarrollo) limita y restringe la eficiencia y competitividad empresarial e incluso su supervivencia en una coyuntura económica tan delicada. También insistimos en que la estructura tributaria urge modernizarse, ser más progresiva y, sobre todo, no ahogar los márgenes de rentabilidad del sector privado ni el poder adquisitivo de las familias. Ello implica, además, un Estado más pequeño, eficiente y austero, todo lo contrario, a lo que está ocurriendo hoy y, sobre todo, al espíritu arcaico, estatista y comprobadamente fallido de las reformas pensional, laboral y de salud.

Por ahora, antes de lanzar evaluaciones sobre un planteamiento que bien puede quedarse −como tantos otros anuncios efectistas de la Casa de Nariño− en el aire, lo mejor es esperar a que el Gobierno aterrice su nueva propuesta tributaria y que se abra un debate profundo y realista sobre sus alcances. Y, claro, que el Ejecutivo esté dispuesto a consensuar la iniciativa, porque si mantiene la actitud intransigente que evidencia con las citadas reformas, el Congreso, en donde hoy es minoría, no le va a pasar una nueva reforma impositiva de buenas a primeras.