Nuestra democracia en riesgo | El Nuevo Siglo
Domingo, 4 de Febrero de 2024

* La verdadera ruptura institucional

* Un gobierno salido de sus cabales

 

Para cualquiera, incluso el más desinteresado en las cosas de la política, es fácil deducir que, entre más débil se siente un gobierno, más intenta recurrir a la ruptura institucional. Como hoy sucede en Colombia.

Por el contrario, los gobiernos enérgicos y sanos adquieren suma fortaleza en la dinámica constitucional y el propósito paralelo de cumplir sus fines y programas. Porque una cosa es mantenerse a la vanguardia ideológica gubernamental, propia del juego legítimo de la democracia, y muy otra apelar al desplome de las instituciones con el objeto de imponerse a costa de la ley y a como dé lugar.

Conducta, claro está, que no obedece a ningún sentido ni talante democrático. Y que, al revés, es producto del autoritarismo de quienes, en su irritable mundo de fantasía, viven y moran en una caprichosa bruma conceptual y se dan de bruces contra el piso cuando, de sopetón, se encuentran con una realidad diferente a la que imaginan. Lo que, de su parte, también demuestra su extrema fragilidad y desconexión. Porque entonces, aparentemente incomprendidos y ante todo energúmenos, pretenden mostrarse fuertes allí donde, en cambio, florecen la pataleta, la puerilidad y, en particular y más grave en términos políticos, la autocracia.

De allí que, a raíz del tortuoso camino que parece haber adoptado el gobierno con su temerario rupturismo institucional, el país ha sido notificado de la suerte antidemocrática que ya asoma las orejas. Salvo que el primer mandatario entre en razón y deje de ver conspiraciones en el escrutinio jurídico legítimo sobre la marcha de su gobierno, como es apenas normal en un régimen democrático cuyo fundamento estriba en el control del poder público y su separación en diferentes ramas y organismos. Que es, además, el corazón de la democracia. Aquí y en Cafarnaúm.

Pretende el primer mandatario que los colombianos, y seguramente algunas personas incautas del exterior, se crean el cuento de que no es él, sino la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado, la Corte Constitucional, la Procuraduría y la Fiscalía, entre otras entidades, las que, con sus fallos y procedimientos ajustados a la ley fracturan las instituciones del país. Pero nadie es tan ingenuo ni caído del zarzo como para darle validez a semejante idea tan traída de los cabellos, puesto que, al contrario, es el gobierno el que con sus métodos y proclamas termina sumiéndose en el prevaricato. Y que así también deja ver las protervas intenciones de someter a Colombia al oscuro abismo de dictadorzuelos al estilo de Maduro y Ortega, en América Latina, para no hablar del inefable Sánchez, en España, al que tanto imita en dislates y pantomimas.

Desde luego, la calentura no está en las sábanas. A fin de cuentas, y por más nerviosismo de los agentes gubernamentales por las investigaciones que se llevan a cabo, tratar de incidir en la autonomía que la Corte Suprema tiene para elegir fiscal es tanto un lesivo despropósito como un reto a la integridad nacional. Falso de toda falsedad que la corporación deba hacerlo automáticamente, ya que sin plazos constitucionales o legales imperativos y fiel a la independencia y sindéresis que le asisten, bien puede proceder en tiempos razonables, sin desmedrar la acción penal que institucionalmente queda en manos de los operadores judiciales sustitutos. Como, además, ya ha ocurrido en múltiples oportunidades. De modo que la Corte, según hemos dicho en editoriales previos, puede nombrar fiscal hoy, mañana, en semanas o meses, el punto es llegar a la suficiente ilustración y el convencimiento pleno de los magistrados de que entre los postulados está el funcionario judicial apropiado, quien bajo esa premisa única puede lograr la mayoría absoluta y ser designado por cuatro años.   

De hecho, vale reiterar que solo en este gobierno se ha escuchado la pifia de que la Fiscalía está subordinada al presidente y que pertenece a la rama Ejecutiva. Tal desconocimiento de las instituciones colombianas es palmario del desorden gubernamental que prima de base y que no ha sido rectificado. Como por igual son indicativas las extrañas nociones que se tienen sobre la acción disciplinaria en cabeza de la Procuraduría, sustentada en los alcances del código respectivo que ninguna autoridad fidedigna ha derogado. Y cuya vigencia es indiscutible y apremiante.

Pero en los comunicados gubernamentales, en los que no solo palpita la tendencia autoritaria antecedente, también se predica la corrupción democrática conocida como oclocracia, desde los griegos. Es decir, el gobierno del tumulto, que la actual administración lleva concitando por meses y promociona a tutiplén, hasta el momento sin éxito alguno y aún si ahora, en una especie de estratosfera, instruye en italiano, francés y árabe.

Por todas partes, pues, el gobierno muestra flaquezas y desatinos alarmantes. Pero ni por la autocracia, ni por la oclocracia, Colombia perderá la ruta democrática que le es tan afín a su personalidad y desempeño histórico. Y que todos los colombianos sabrán defender ante el más leve vaho de embestida despótica.