La usurpación de Bolívar | El Nuevo Siglo
Domingo, 17 de Abril de 2016

·       La maniobra toca a su fin

·       Basta ahora con dejarlo vivir

 

Hace unos días, en un programa de televisión de alcance latinoamericano, se preguntaba qué pensaría Bolívar si hoy resucitara. La pretensión, por supuesto, no era tanto la de generar una respuesta puntual. Se trataba más bien, creemos nosotros, de provocar un debate en torno a la desfiguración que la imagen histórica del Libertador ha sufrido en los últimos lustros. Y cuyo resultado ha hecho del héroe un fetiche repelente sobre bases tan deleznables, de todos conocidas, como haber exhumado su despojo a fin de comprobar, a través del ADN, dizque una conjura en la cual se le habría asesinado con dosis paulatinas de veneno, tanto en las instancias previas, en el tránsito de Cartagena a Santa Marta, como durante su agonía en San Pedro Alejandrino.

 

A partir de allí vendría, por descontado, un cataclismo en la interpretación de la historia latinoamericana. Ello permitiría, cómo no, reformular la vida intensa y la monumental obra de Bolívar y acoplarlas a los antojos del régimen “exhumador” y sus adictos en el resto del continente; un régimen, claro está, autoproclamado de misericordioso y bolivariano que asimismo había logrado, con una base científica ineludible, develar semejante contubernio escondido en las penumbras evasivas y “oligárquicas” del tiempo. De esto no hace mucho, sin que casi nadie, en América Latina, protestara la maniobra estrafalaria y como si los remanentes óseos del Libertador fueran, por lo demás, de propiedad imprescriptible y materia caprichosa de los veladores de su tumba.

 

No obstante, el dictamen nuclear final, luego de remover el genoma y estudiar sus remanentes en secreto, al menos por un año, concluyó que Bolívar murió a causa de un “desequilibrio electrolítico de los líquidos”. Cualquiera cosa, desde luego, que ello quisiera significar, incluso más allá de la tuberculosis dudosa y que en todo caso no concordaba, en modo alguno, con la inverecunda y pretendida revelación del envenenamiento que cambiaría la historia de un tajo y para siempre. A lo máximo, si acaso, logró comprobarse que los restos, en el panteón caraqueño, sí eran los suyos, sobre lo que había fundadas sospechas, de que no fueran, desde tiempo atrás. Esto a fin de decir, a su vez, que todas aquellas aproximaciones maniáticas sobre el Libertador, en particular las de índole más reciente, han terminado en nada, aunque no así la erosión causada en su figura prevalente y a no dudarlo de las muy pocas, tal vez la única, que en la América Latina han tenido carácter universal, verdadero peso específico y tipología genuina.

 

Sea lo que sea, la maniobra así concebida sobre Bolívar y llevada a cabo sistemáticamente ya por décadas, con el propósito de apropiárselo de manera exclusiva y excluyente, tanto por las vías materiales ya dichas o las intelectuales del más diverso cuño, incluido el anatema terrorista, ha sido a nuestro juicio producto, a más de la penuria ideológica evidente, por no agregar que la deformación enfermiza, de una sola cosa: la desesperanza. Porque, en efecto, cuando se plantea el plagio y la distorsión como mentalidad preponderante no puede esperarse nada menos que el derrumbe de lo que, de antemano, está lesivamente afectado en su propio origen y que no es, al final, sino una forma de melancolía. Y es a eso a lo que los desesperanzados, asidos al Libertador como supuesta tabla de salvación del vacío intelectual, quisieron reducir la inspiración y el aliciente del magno personaje, aun en los años en curso.

 

Todo eso, por fortuna, toca su fin. Pero entonces queda la tarea de recuperar la esperanza. Es decir, la tarea de retornar y mantener el acumulado histórico como un referente insoslayable de los tiempos por venir, librados de la usurpación reinante por un buen lapso. Comenzando, naturalmente, por despojar a Bolívar de la caricatura que quisieron hacer de él. No es ello, en todo caso, extraño a su devenir. De hecho, siempre vivió rodeado de homúnculos y, si así fue en vida, una y otra vez el fenómeno se ha repetido en su trasunto postrero como una formulación en cada oportunidad más decadente. El último episodio, que todavía vivimos, exige un replanteamiento de lo que ahora llaman “memoria histórica”. No se trata, en ningún caso, de resucitarlo. Tan solo basta ahora con dejarlo simple y llanamente vivir…