La soledad de la justicia | El Nuevo Siglo
Miércoles, 14 de Febrero de 2024

* Fauces del entrampamiento

* Solo hay una reforma viable

 

Ahora, cuando se vuelve a hablar de la reforma de la justicia, quizás en aras de volver a servirse de la tradicional muletilla colombiana que nunca para en nada, hay infinidad de propuestas presentadas ante la comisión designada por el gobierno para llevar al Congreso las ideas que puedan salvarse del barullo contradictorio que por lo común se suscita. Como siempre, en un reconocido país de abogados, el interés que el asunto despierta se da por descontado, aunque también, como siempre, es difícil llegar a un consenso por la procedencia, dimensión y énfasis de las diferentes visiones.

En principio, pues, podría decirse que la creación de derecho público en materias esencialmente jurídicas, en una nación como la nuestra, es tan de polémico y espinoso trámite que solo en ocasiones excepcionales se han podido generar las condiciones propicias para una reforma en toda la línea.

Bastaría, en esa dirección, recordar que no fue sino hasta la Asamblea Constituyente de 1991 cuando pudo llegarse a una concertación nacional, fruto de las votaciones de los delegatarios, en el propósito de avanzar figuras que hacía tiempo estaban al aire en la opinión pública, incluso aprobándose en actos legislativos, pero que durante esa larga trayectoria habían sido declaradas inexequibles. Esto por vicios de procedimiento secundarios frente a la impostergable necesidad de cursar temas que, seguramente, habrían cambiado de antemano el rostro de la justicia y la noción del derecho.  

Finalmente, en una convocatoria de seis meses llevada cabo aquel año, que por lo demás abrió un cierto ambiente de optimismo y expectativa, se instituyeron en la Asamblea elementos judiciales determinantes como la jurisdicción constitucional y la Corte respectiva, con el derecho de amparo y la tabla explícita de derechos fundamentales; la Fiscalía, con la modificación del sistema inquisitivo al acusatorio (después oral); el Consejo Superior de la Judicatura, como organismo independiente y administrativo del sector; y el afianzamiento de los pesos y contrapesos como engranaje primordial del poder público, con la intervención, entre otros, de las tres ramas en la elección de magistrados, altos funcionarios judiciales y organismos de control.

De tal modo se proclamó el Estado Social de Derecho, en conjunto con otras muchas materias trascendentales que no es del caso describir. Porque el punto no es ese, sino reiterar que todo aquello atinente a la reforma de la justicia, empandorgada por décadas, fue entonces posible gracias, en particular, a una positiva dinámica política previa y a un ambiente reflexivo favorable. Que, por lo demás, luego de la llamada “séptima papeleta” (ejemplo nítido de la protesta social pacífica), venía precedido de un acuerdo entre los partidos políticos, bajo invitación del presidente de la república del momento, lo que sirvió de aliciente para desbrozar el camino incierto y de pronóstico reservado.      

No es esto, naturalmente, lo que con facilidad se puede avizorar de las actuales y ríspidas realidades colombianas. Por el contrario, desde muchos sectores, no solo desde el gobierno, se busca desacreditar a las máximas entidades encargadas de la justicia y el control. Bastaría ver que, a más del desaguisado monumental contra las atribuciones de la Corte Suprema de Justicia, en la designación de Fiscal, también pulula el batiburrillo contra la Procuraduría, con el ánimo de neutralizarla y hacerla inviable. Y no menos con respecto a la Contraloría, que a veces se vuelve blanco, para no hablar hasta de los entes reguladores y vigilantes de los servicios públicos. En fin.     

De hecho, las insólitas declaraciones del secretario de la OEA, sin asomo de rectificación por parte del exmagistrado que funge de embajador colombiano ante el organismo, en Washington, en relación con la Fiscalía, así como el comunicado de la CIDH que solo traduce ignorancia sobre la complejidad del tejido institucional del país, son dicientes de la encrucijada nacional e internacional en que se hayan la justicia colombiana y los organismos de control. Parecería, en efecto, que una especie de entrampamiento asoma sus fauces para agobiarlos y arrinconarlos de múltiples lados. Brota así la intención, en las embestidas más protuberantes, como la que actualmente protagoniza el ejecutivo en su ladina presión a la Corte Suprema, de cambiar los recursos legítimos de los estrados por la aleve pugnacidad política.   

 Por supuesto, ahí no hay ni el más mínimo indicio de que pueda lograrse un ámbito próspero para una reforma a la justicia. Menos bajo la tesis de un “acuerdo nacional”, que se señala en la teoría, pero de inmediato se hace hasta lo humanamente imposible para anularlo en la práctica. Desde luego, son cantos de sirena convertidos en botafuego.

Así, en las circunstancias de modo, tiempo y lugar que vive el país, la reforma que dijo pretenderse nació muerta. En cambio, la única reforma legítima, la que sin duda es inaplazable, la que exige no desacreditar ni dejar arrinconada a la justicia en una soledad impune, es una muy sencilla: que la dejen funcionar. Y con eso basta.