Inflación y empobrecimiento | El Nuevo Siglo
Jueves, 7 de Abril de 2016

·       El peligro de los dos dígitos

·       La causa esencial del malestar político

 

La inflación es mala desde el punto de vista que se le mire. Si bien en alguna época, ya hace varias décadas, algunos pensaban que este fenómeno no importaba siempre y cuando se llegara a grandes cifras de inversión y a un crecimiento sostenido de la demanda agregada, lo cierto es que, cualquiera sea la óptica, la espiral inflacionaria impacta decididamente el poder adquisitivo y genera un círculo vicioso que termina por infectar todo el circuito económico.

 

No es buena, por lo tanto, la noticia de que la inflación en Colombia se ha desbocado hasta el punto de duplicar las metas señaladas para este año y rondar el ocho por ciento. Con ello, por supuesto, lo primero que salta a la vista es la pérdida inmediata del aumento salarial de enero y el golpe al ahorro y el consumo durante el largo período faltante de 2016. Porque con el dinero así desvalorizado la gente tenderá a comprar una menor cantidad de cosas, deberá recortar servicios e incluso rehacer las prioridades, ya de por sí bastante estrechas, con lo cual se empiezan a dejar de lado gastos primordiales, como la educación y la salud, mientras el costo de vida se acrece, como puede observarse fácilmente en el valor de los alimentos para cualquiera que vaya a las plazas o los supermercados.

 

Uno de los problemas colombianos está, precisamente, en que el salario de obreros y empleados no ha servido para establecerse como una renta consolidada y firme con la que contar, por lo cual, a su vez, mucho menos puede pensarse en una diversificación del consumo y menos en excedentes de capital para el ahorro individual. Como se sabe, uno de los piñones fundamentales del capitalismo es el crédito, pero como se han venido alzando las tasas de interés, precisamente en procura de volver inaccesibles las posibilidades crediticias y por esa vía tratar de controlar la tendencia inflacionaria,  ello colabora también en el desabastecimiento de capital circulante e igualmente propicia el declive y el empobrecimiento. Los medios de pago se hacen, pues, cada vez más exiguos, llámese salarios o créditos, y ello redunda en la asfixia económica.

 

Una economía saludable, por el contrario, no solo debe mantener la capacidad de compra, sino aumentarla, lo mismo que propiciar el intercambio de bienes y servicios. Lo que llaman, ciertamente, el libre juego de la oferta y la demanda. Con la espiral inflacionaria estamos, en cambio, abocados a la conducta contraria: castigar la capacidad de compra y reducirla lo máximo posible. Puede decirse, claro está, que ello será un episodio temporal, mientras se ajustan las circunstancias del mercado a las nuevas realidades económicas, pero el problema radica en que las urgencias cotidianas no son susceptibles de aplazamiento. No queda, en tanto, sino la vía del llamado “apretón económico”. Ocurre, sin embargo, que con una población sujeta en su mayoría al salario mínimo o un poco más, no existe ningún tipo de colchón para amortiguar el episodio, mucho menos con la afectación de la canasta familiar. Y eso ocurre, también, para una porción importante de la clase media.

 

Colombia, desde hace ya un tiempo, se había acostumbrado a pequeños índices inflacionarios. Fue un éxito que pasó relativamente desapercibido pero que permitió modificar, de algún modo, el tren de vida de todos los colombianos y pensar en generar las condiciones para el verdadero desarrollo económico. Con base en ello la clase media se sintió más sólida, tuvo un aumento importante, y la clase trabajadora encontró mejores oportunidades. Solo ahora, con el desborde inflacionario, el país recordó la tragedia que el fenómeno supone. Sentir que el dinero se diluye, mes a mes, entre las manos y que es difícil planear el futuro, aun el más inmediato, genera una inestabilidad y una desconfianza permanentes. Mucho peor, claro está, cuando ya se comienza a avizorar una inflación de dos dígitos, un registro al que el país jamás pensó en volver. Esto tiene, finalmente, una incidencia política gigantesca, puesto que de una u otra manera el ciudadano se siente esquilmado y pronto a encontrar culpas que obviamente terminan recayendo en el Gobierno.

 

El resultado político de la inflación es, pues, más horadante que cualquier otra manifestación social. Como golpea el bolsillo de la gente no hay avemaría que valga, mucho menos con contradicciones tan palmarias como la que acaba de producir el gobierno, aumentando anteayer el precio de la gasolina. La inflación es gravosa porque ante todo provoca, además de pobreza, empobrecimiento. Y es esa sensación tangible, diaria y opresiva, la que puede llevar fácilmente a una bomba social.