Para ello, por supuesto, el papa Francisco ha hecho énfasis, con su ejemplo ecuménico, en la humildad, la justicia, la naturaleza y especialmente el vigor de los valores. Ellos a los que, precisamente, se ha referido el cardenal Rubén Salazar en entrevista a este diario y que no pueden ser motivo de intercambio por la ética materialista que ronda el globo. Es ello, precisamente, lo que viene desembocando en la Tercera Guerra Mundial, advertida una y mil veces por el pontífice, donde la vida humana acaso si apenas sirve como instrumento de vindicta a propósitos desquiciados, inclusive a nombre de Dios, como efectivamente viene demostrándose en la ola terrorista desatada por el fundamentalismo islámico. Una religión, la musulmana, por lo demás con los mismos entronques originarios de los cristianos y que no merece, en lo absoluto, la desviación patológica del radicalismo.
Muchos son los aspectos, en escasos tres años, que el papa Francisco ha sabido remover en el espíritu de los católicos. Y que cobran mayor vigencia en la Semana Santa, cuando cada quien debería indagar los elementos místicos de su propia inmanencia y trascendencia. Es decir, llevar a tiempo presente y personal todo aquello que por ésta época se vivifica con la condena y muerte de Jesucristo, precisamente sacrificado por dar a conocer a la humanidad aquello tan determinante y tan sencillo como que solo en el amor es posible reconocernos a semejanza de Dios, y cuyo ajusticiamiento es el acto simbólico por excelencia de la redención humana. Y que precisamente Su Santidad Francisco ha llevado al corazón de creyentes y no creyentes, con la vida como conducto alegre y efectivo para resolver los designios imperecederos.
El renacimiento católico contemporáneo, por decirlo de algún modo, no ha sido fruto de grandes expresiones como el Concilio Vaticano II, ni siquiera de manifiestos definitivos como el del Concilio de Trento, que sirvió para siglos de ortodoxia. Todo ello está ahí, en su conjunto, y es desde luego nutriente esencial. Pero quizá lo que más llama la atención del papa Francisco no es, precisamente, la incursión académica en tales causales históricas o la creación de puntos de inflexión procedimental para sortear las encrucijadas del momento, sino la revivificación natural y ejemplificante de lo que es y puede ser, como se dijo, la imitación de Cristo. Esa, la respuesta; esa, su doctrina.
No hay, pues, ningún sentido de aggiornamento, como se pretendió en los concilios, especialmente el de la década de los sesenta, sino que a partir del puro y llano ejemplo de Francisco se ha generado una revigorización de lo que comenzó a expandirse, hace dos milenios, a la propia muerte y resurrección de Jesús de Nazareth. Y que antecede, claro está, a la determinación del emperador Constantino para elevar al cristianismo a religión de Estado, en Roma. Fueron los cristianos previos, los perseguidos, los de las catacumbas, quienes fieles al ejemplo vernáculo supieron mantenerse, templar el espíritu y ser el hilo conductor hasta el día de hoy. Es a los cristianos y católicos de la actualidad, beneficiarios de la heredad, a los que el Papa ha logrado estremecer, sin ostentación alguna, en algo así como lo que en adelante podría llamarse la imitación de Francisco para llegar a Cristo.