Firmeza conservadora | El Nuevo Siglo
Viernes, 23 de Febrero de 2024

*Las díscolas aves de corto vuelo

*Derrota en toda la línea al gobierno

 

El agudo trance político por el que hubo de pasar el Partido Conservador en este par de días fue, por fortuna, superado con igual rapidez. Porque se trató en efecto de que la turbia maniobra que puso a la nominada ministra del Deporte como cuota de la insignia azul, además justo a la hora de la moción de censura que se adelantaba en el Congreso por el fatídico desempeño gubernamental frente a los Juegos Panamericanos, fuera desvertebrada ipso facto y en los términos precisos que no admiten duda.

En ese orden, es claro que la presidencia y directorio de un partido serio, cualquiera sea, pero acaso más en el conservador, no está establecida para andar atajando gallinas clientelistas que, a semejanza y al menor asomo de maíz, alargan con extrema agilidad sus cuellos mientras avivan sus ojos enrojecidos y móviles sobre el nutriente que les desparrama el interesado. Lo que se llama picar, engordar y empollar. Pero muy al contrario la acción de una colectividad política, que ante todo debe presumirse y hacer gala de su materia prima pensante, de hecho, a distancias siderales de una empresa avícola y el diminuto cerebro de los ovíparos, está determinada por la consistencia doctrinaria (tanto ante sí misma como frente a sus bases); por los estatutos -que en nuestro país son ley de la república-; y por la organización interna que, en la práctica, permite afianzar las convicciones y movilizar programas.

En tal sentido, la compleja operación de mantener un partido, en toda su expresión categórica y con todas las de la ley, obedece, entre otras muchas condiciones, al otorgamiento de los avales electorales. Precisamente instrumento orgánico que, como el nombre indica, busca la preservación doctrinal, avalando la representación de quien pretende llevar su vocería, con mayor rigor si es de alto nivel representativo, y así conseguir el favor democrático de los militantes. En consonancia, además, con el régimen de bancadas, que perfecciona este proceso en virtud de consagrar y hacer valer la voluntad del electorado. De modo que a fin de cuentas se logre la pretendida disciplina normativa de la democracia colombiana. Incluso si son menester sanciones. Y sobre todo que envuelva, de manera natural, honrar la palabra.

En mayor medida, claro está, si se trata de una agrupación histórica, como la conservadora, en suma, un método político de amparar lo que se ha demostrado positivo y socialmente benéfico, y modificar lo que se ha constatado nocivo o desueto en esa trayectoria evolutiva. Que, además, como partido, hoy detenta mayorías parlamentarias cruciales en estas horas melancólicas de Colombia y que, fruto de la independencia crítica asumida y quizás arrepentido de haberse en principio dejado usurpar el mando de un exponente del corral aviario, fue puntal caudaloso del plebiscito antigobiernista en las recientes elecciones regionales, de las que resurgió con éxito. Y que, asimismo, y en vista de la obsesión estatizante y la conducta abiertamente rupturista (no reformista) de la administración en curso con sus cacareadas “reformas”, tiene al contrario en el Congreso proyectos en procura de los ajustes legislativos sopesados y concertados que exige el bien común. Pero desde luego totalmente alejado y repugnado de la conmoción permanente y alteración destructiva que, desde la Casa de Nariño, horada el espíritu y vocación de futuro de los colombianos.

Régimen, ciertamente, que bajo esas características estrepitosas busca el cambio, sí, pero del sistema democrático por el desmadre autócrata: la libertad por la privación, el orden por la anarquía, la prosperidad por la quiebra, la seguridad por el sofisma, la paz por el espejismo y las instituciones por la manía ególatra. Es lo que está en juego. Y los conservadores lo saben.        

Efectivamente un partido, según también este sustantivo lo permite colegir de un palmo, descansa en las prevalencias ideológicas de que está compuesto. Y que por tanto comprenden su razón de ser. Puede pues cualquier persona adherirse o no. Nadie la obliga. Sin embargo, como al mismo tiempo y por el significado antedicho esa participación engloba un conjunto dinámico de voluntades y creencias similares, es inadmisible que gracias al culequeo galliforme de unos pocos frente a las menudencias que le bota el gobierno, por demás de semejante talante virulento y contradictorio, llegue a desplomarse la estructura entera con consecuencias irremisibles.

Por cierto, hoy hay partidos en Colombia declarados oficialistas, pero cuyo jefe, escandalizado con el desenfreno gubernamental, se manifiesta en la oposición acérrima o partidos que oficializados de opositores mantienen un pie en las burocratizadas mesas itinerantes de negociación en el país y por el mundo. También los hay de otra índole. Pero lo que es el Partido Conservador lo ha dejado en claro: no participa en ningún caso del abismo. Derrota en toda la línea para el gobierno y sus díscolas aves de corto vuelo.