Brasil como ejemplo | El Nuevo Siglo
Martes, 19 de Abril de 2016

·       Férula a la corrupción

·       Una patología latinoamericana

 

La razón por la cual muchos de los gobiernos de la América Latina están cayendo, como en el Brasil, es por la corrupción. Podrán los adherentes defender el régimen brasilero actual, y por supuesto habrá que esperar al desarrollo de la impugnación presidencial votada a favor el domingo pasado, pero lo que allí a todas luces se viene vislumbrando es una cumbre donde anidaron las corruptelas partidistas y gubernamentales como mecanismo para el favorecimiento y el delito. Y que emergieron a la luz pública en medio de la debacle por la caída de los precios del petróleo y que estaban camufladas en la bonanza que todo lo permitía y todo lo cohonestaba.

 

Son estas, de algún modo, las mismas circunstancias que se repiten a lo largo y ancho del subcontinente americano donde la corrupción ha estado a la orden del día, pese a que cada tanto se emiten registros, como los de Transparencia Internacional y otro tipo de documentos en los que se evalúa y se trata de denunciar el fenómeno. Con lo visto hasta ahora, desde luego, la izquierda latinoamericana ha quedado en el sótano del desprestigio, precisamente porque su acceso al poder comportaba el compromiso principal de actuar con todo rigor y como muestra de que sí era posible gobernar bajo las más estrictas premisas de la ética pública. Tan así como que, en razón de su aproximación política, se suponía a los líderes de la izquierda completamente apartados de intereses materialistas y el ánimo de lucro legal, mucho más, claro está, de las trapisondas para adquirir supremacía material y social a través del contubernio en el servicio público. No es más, no obstante, sino repasar las condiciones correspondientes en los países latinoamericanos regidos por regímenes de ésta índole, establecidos de décadas atrás, para constatar su finiquito melancólico y su estrepitosa caída en las aguas cenagosas de la descomposición politiquera y la irritación civil frente a las barbaridades cometidas en favor de la componenda y el privilegio.

 

Mucho de lo anterior vino dado, ciertamente, por el mecanismo de la reelección presidencial consecutiva que en América Latina, incluida Colombia, se proclamó intempestivamente como la institución propicia para supuestamente llevar a cabo reformas de largo alcance y que ha terminado por demostrarse, tal cual se dijo aquí en múltiples oportunidades desde el mismo momento en que se pretendió su implantación, como el mascarón de proa para la corrupción. Nada más lesivo para el interés general que la eternización de una clase dirigente en el poder por cuanto, sin una cultura previa para soportar una institución de semejante tipo, su tendencia es al aprovechamiento personalista. No así, naturalmente, en países donde desde sus propios comienzos institucionales la reelección del primer mandatario, tanto en regímenes presidenciales o parlamentarios, es fruto del voto de confianza ciudadano, sin intermediaciones indebidas y subrepticias.

 

En América Latina, por el contrario, ello se tomó por la vía deleznable de reelegirse para hacer de correa de transmisión a la sordidez y la doble agenda y lo que primero debería abocarse debería ser, precisamente, la anulación generalizada de esa figura que ha sido, sin duda, la plataforma esencial para sumir al subcontinente en una de las peores crisis de todas las épocas. Y lo decimos así, justamente, porque si algo ha diluido la vocación de futuro latinoamericano y la posibilidad de presentarse como lugar ejemplificante ha sido la corrupción. Es ello, no solo regresivo y paralizante, sino la demostración certera de que no se ha cambiado un ápice en América Latina y de que la calidad institucional y la categoría de la política como elemento del bien común no es sino un espejismo inalcanzable. En lo que, como se dijo, la izquierda ha jugado un papel preponderante. Llámese, no solo Brasil, sino Venezuela, Argentina, Chile o el grave traumatismo por el que han pasado recientemente ciudades latinoamericanas como Bogotá.

 

La otra cara de la moneda está, por fortuna, en la capacidad de reacción ciudadana. No hay espacio, como en otras épocas, para que el desfalco y la distorsión estatales se mantengan impunes. La conducta de una buena parte de la sociedad brasilera, que se ha rebelado contra los trucos del régimen actual, así lo demuestra. Si bien allí los implicados han llegado a la estulticia de decir que las investigaciones son un “golpe de estado”, fieles al populismo de siempre y buscando politizar lo que es un caso de baranda y de policía, la justicia del Brasil seguirá su curso. Y entonces el gigante del continente podrá declararse, de nuevo, como la potencia ejemplar y pacífica que todos queremos.