Una mujer de América | El Nuevo Siglo
Sábado, 27 de Agosto de 2016

Pensemos en la Independencia. Estamos ahora, y sobre todo está Manuela Sáenz, en plena guerra de la Independencia. Por to­das partes surge la rebelión contra la domina­ción española, desde México hasta Buenos Aires, así lo afirma Antonio Cacua en su gran libro “La libertadora del Libertador”      .

Un día los criollos se apoderan del gobierno de la ciudad de Quito y otro día los españo­les vienen y los echan de él. Los patriotas tienen que huir. Miles de personas van por los cami­nos como en caravana bíblica, en éxodo pinto­resco, entre miedoso y bullanguero.

Allí va Manuela entre aquella baraúnda, oyendo toda clase de historias, sufriendo las al­ternativas del viaje, mirando con sus ojos cu­riosos todo ese mundillo charlatán; al mismo tiempo llenándose de odio contra los españoles. Entre ellos está su padre, quien  es un furibundo realista. Manuela se pregunta, dice Cacua Prada, ¿si ha de querer a su padre?

Manuela entra en la vida cargada de pa­sión. América era por todas partes una comarca de aventuras. Lord Byron siente la atracción de esta guerra, en donde por estos días todo pa­rece invitar a hombres y mujeres a la grande­za. Es la segunda grande etapa del continente después de la Conquista; Manuela siente que la vida golpea en sus venas con impacientes llamadas. Como si todo el fuego de los volcanes del Ecuador la incendiara.

Toda su adolescencia está saturada de re­vueltas. Por sus hermosas orejas va entrando mucho ruido de armas y sus negros ojos se han acostumbrado al espectáculo de la muerte. A ésta aprende a mirarla de frente. Los fusilamientos eran frecuentes con todo el alarde de gran escena, cruel y bárbara que se acostum­braba entonces. Entre otros, le toca presenciar en la plaza principal, asomada a los balcones del Palacio de la Audiencia, el de dos traidores.

La vida humana era cosa desdeñable en esa época. Cuenta una crónica que una dama de alguna ciudad española mandaba matar a sus enemigos por la noche y los cadáveres ama­necían colgando de sus balcones para que sir­vieran de escarmiento al día siguiente. La crueldad española había echado raíces en Amé­rica. Los fusilamientos se hacían en pleno día y ante toda la gente que asistía allí como si asistiera a una función de circo. Manuelita vio a los fusilados vestidos con túnicas blancas con cruces rojas. Pero también le sirven para tonificar el ánimo en una época que demandaba muy du­ros ánimos. “Los sacrificios de sus compatriotas y las matanzas de Quito en 1809 habían templado su alma” dicen don Ángel y don Rufino José Cuervo.

Sin perder nada de su encanto de mujer, de su exquisita gracia, se hace soldado por su coraje. Tiene nervios de acero. Palma la pinta cabalgando en Lima, años "más tarde, montada de hombre con dormán rojo y pantalones bombachos”. “Mujer fuerte, sabía dominar sus ner­vios apareciendo serena y enérgica en medio de las balas y espadas tintas de sangre o del afilado puñal de los asesinos”.

Qué extraña personalidad se va formando dentro de esta criatura. En medio de un mun­do femenino casi analfabeto, Manuelita coge de manera profunda el gusto de los clásicos; saborea con deleite a Tácito y a Plutarco, sigue apasionadamente la Historia del Padre Mariana y sueña con Garcilaso cuando la casi to­talidad de las mujeres de su época apenas sa­bían leer y bordar.