Prepotencia de los políticos | El Nuevo Siglo
Sábado, 6 de Mayo de 2017

La pasión por la gloria es lo que impulsa con fuerza  irresistible al político, al humanista, al académico, al sabio.  La vanidad está tan anclada en el corazón del hombre que  un policía, un soldado, un panadero, un conductor, se jactan  de lo que son y quieren tener sus admiradores. Los mismos  intelectuales que escriben contra la vanidad quieren el  aplauso por haber escrito con acierto y los que leen quieren  ser admirados por haber algo interesante sobre el tema. 
La vanidad, paradójicamente, engendra virtudes maravillosas como la voluntad firme de realizar obras excepcionales para superar a los rivales y así ganar  fama, gloria y prestigio. Desde la infancia de la humanidad el hombre está motivado por la incesante búsqueda de la fama, el reconocimiento y el prestigio en cualquiera de sus modalidades: influencia política, social, académica, económica,  artística.  Un sabio  refrán dice así: “Don nadie por ser don alguien, y don  alguien por ser don mucho, ninguno está en su punto”.

La vanidad es un poderoso motor económico. La vanidad  mueve floristerías, casas de moda, joyerías, restaurantes, arte, coches lujosos, sitios de veraneo espectaculares, actos  sociales, deporte y muchas  actividades más.

Si no tuviéramos orgullo, no nos quejaríamos del orgullo de  los otros. La vanidad en España convirtió la venta de títulos  nobiliarios en una poderosa fuente de ingresos fiscales del  Estado. Quevedo y Villegas  afirmó: “Cada vez que su  majestad crea un título que dignifique, no falta el imbécil  que ambicione cobrarlo”.

La vanidad es uno de los pilares de la sociedad. Cuando la  vanidad se apoya en creaciones serias y perdurables hay que  exaltarla. No la vanidad por la vanidad misma. Se consideró  insólito al Rey Luis XlV cuando, al morder el polvo de la derrota en una de sus batallas, gritó: “Dios mío, por qué me  desamparó. Olvida todo lo que yo he hecho por su divinidad”.

Al preguntarle un periodista a Jorge Eliécer Gaitán cuál era el mejor penalista de Colombia, respondió: “Ignoro cuál sea el segundo”.

Por su elocuencia en el Congreso, un parlamentario tildó a Miguel Antonio Caro de “viejo soberbio”. Este replicó veloz: “pecado de ángel”. Cuando uno lee a Miguel Antonio Caro o a Luis López de Mesa se asombra ante la sabiduría de estos colosos. Cualquiera da la impresión de saberlo todo, de haberlo visto y leído todo. Son sólidos, profundos, aplastantes.

La vanidad bien respaldada es muy diferente al orgullo o a la soberbia. El orgullo es hacerle creer a los semejantes que él solo es superior. La soberbia es ya el paroxismo: “creerse dios”.

Es satán el ángel caído. El soberbio humilla y desprecia a sus semejantes. El soberbio no tiene amigos sino súbditos. El soberbio en el triunfo es insolente, en la derrota vil y abyecto.