Pecados capitales | El Nuevo Siglo
Viernes, 14 de Octubre de 2022

Corresponde al cronista narrar verosímilmente los hechos (cuando no lo hace así, no es más que un propagandista).  Al historiador, escrutarlos para iluminar el pasado, lo que implica también evidenciar sus múltiples sombras.  Y a los analistas, discernir la crónica de la propaganda, aplicar la historia al presente para comprenderlo, y -hasta donde sea posible- anticipar probables futuros. Una tarea harto riesgosa (aunque para algunos no sea más que una sinecura), en la que fácilmente se puede acabar incurriendo en el anacronismo y abusando de las analogías.

De cronista, historiador y analista tuvo mucho Sebastian Haffner (nacido Raimund Pretzel) -menos tuvo de abogado, aunque lo fuera-.  Lo demostró con solvencia, por ejemplo, en un libro publicado en 1964, en el que se propuso reflexionar sobre los que a su juicio fueron “Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial”.  Llegó a la conclusión -menos obvia de lo que parece a primera vista- de que “ni la guerra ni la derrota fueron fruto del ‘destino’, sino el resultado de cálculos erróneos, decisiones equivocadas y medidas incorrectas por parte de unos gobiernos alemanes que, en su mayoría, contaron con la aprobación de la opinión pública”.

Según su diagnóstico, la autocomplacencia política de la Alemania guillermina cebó una conducta internacional presuntuosa y sobrevalorada, que desembocó fatalmente en embriaguez y desinhibición. Tres elementos adicionales allanaron el camino a la tragedia europea y al desastre alemán: esnobismo, nihilismo, y un trastorno de la propia percepción.

La deriva imperialista alemana no fue más que la expresión de un incontinente esnobismo: “¿de verdad era necesario -se pregunta Haffner-, precisamente para Alemania, participar de esa moda con un entusiasmo tanto menos crítico y más advenedizo?”. Terminó haciéndolo con un “estúpido afán, a todas luces inferior y provinciano”, por emular “la necedad y la vanidad inglesas”.

La desbordada ambición del II Reich encubría lo que, en el fondo, no era más que un enorme vacío: “desplegaba su poder y hasta cierto punto lideraba una revolución mundial (consistente en derribar el sistema de poder establecido) en nombre de… nada”.  Ni los propios alemanes supieron exactamente “con qué finalidad pretendía Alemania cambiar el mundo en su gran época”, ni en qué consistiría ese cambio, como no fuera en obtener “un lugar bajo el sol”.

Muchos Estados han padecido ocasionalmente algún trastorno de su propia percepción.  Pero en la Alemania guillermina la disonancia alcanzó el paroxismo.  Cuando el régimen imperante -aristocrático, romántico y anticuado, y, sin embargo, exitoso e incluso popular- no podía estar más a contrapelo del momento histórico, Berlín se embarcó en una travesía que no podía conducir sino al naufragio.  “El conservadurismo, por naturaleza, sólo puede ser defensivo”, advierte Haffner.  Al recurrir a la guerra, “la Alemania conservadora no hizo más que tirar piedras a su propio tejado”.

Quizás valga la pena releer a Haffner justo ahora, al fragor de la guerra en Ucrania.  Es verdad que Rusia no es el II Reich, ni Putin el káiser, ni su revisionismo una Weltpolitik…Pero en cuestión de pecados, se parecen bastante.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales