Manos abiertas | El Nuevo Siglo
Viernes, 1 de Septiembre de 2017

Quisiera que a su llegada, él encontrara la casa bonita. Quisiera que los anfitriones tuviéramos el aliento de la vida que se renueva y la serena lealtad de esos campos de trigo, libres y sencillos, que no aparentan ser nada distinto a lo que son; no se agreden ni se engañan. Parecen felices de ser espigas, y no se lamentan por no tener el rojo de las rosas o el tronco de los robles: hoy tienen tierra, agua y viento y mañana serán pan.

Quisiera que cuando el Papa Francisco llegue  a Colombia encontrara un país que no solo fue capaz de ponerle fin a un conflicto armado larguísimo, cruel y desolador; ojalá encontrara un país con los espíritus desarmados; con los resentimientos y las pesadillas que alientan venganzas, guardadas para siempre en el más grande de los containers; y nuestras palabras y nuestras casas, nuestros conocimientos, sentidos, escuelas y trabajos, listos a abrir la puerta a un nuevo país, de verdad comprometido con la reconciliación.

No en promesas,  en decretos y discursos, sino esa reconciliación auténtica y exigente, que no sabe de pompas ni martirologios,  no corta cintas ni recibe votos ni aplausos, y que solo será posible si estamos dispuestos a incluir en nuestro ADN -a veces tan rencoroso y displicente- un pacto con la verdad.

Un pacto plural, que se cumpla y se ejerza en cada una de las cosas que hagamos y pensemos; en cada andamio y  cada puente que levantemos; en cada abismo que podamos corregir.

Un pacto que heredemos y mejoremos de generación en generación, para que algún día la guerra, la exclusión y sus  secuelas sean vistas como un vergonzoso e irrepetible error, y no como un negocio del status-quo, con los comerciantes de la muerte.

No se trata de convertirnos en una corte de ángeles celestiales, enmarcados en laminilla de oro, colgados en el museo: somos maravillosa, dolorosa, triste y gloriosamente humanos. Somos bondadosos, agresivos, toscos y mágicos; pasamos de la derrota a la resiliencia, del velorio a la euforia; nos caben en el cuerpo y en el alma, los más grandes amores y los más severos rencores.

Sería una justa expresión de gratitud y aprendizaje de nuestra parte, que el Papa Francisco, -el buen hombre, el misionero valiente que está revolucionando la Iglesia para volverla cercana, incluyente y posible- nos encontrara dispuestos a ser mejores de lo que somos; a rechazarnos un poquito menos, y perdonarnos un poquito más; a ser más capaces de aprender nuevos lenguajes, no por lástima o por miedo, no por imposición y por hipócrita indulgencia, sino porque genuinamente estamos dispuestos a comprender que ésta no es una historia de buenos y malos: la nuestra es una historia de seres humanos imperfectos, capaces de quitarnos las vendas de los ojos,  las ataduras de los egoísmos aprendidos, y recomenzar juntos, con las manos francas y extendidas.

¡Gracias Papa Francisco! Y por favor, desde donde esté, ayúdenos y acompáñenos a transformar la memoria de oscuridad que  deja la violencia, en la promesa de luz que trae la paz.

 

ariasgloria@hotmail.com