La democracia suele traer sorpresas y es muy recurrida la frase “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”, que se le atribuye a Joseph de Maistre, politólogo francés de mediados del siglo XVIII. Obviamente, no se puede generalizar, porque podría ocurrir lo contrario: que un pueblo elija al gobernante que no se merece, pero poco importa, es pura retórica.
Lo importante es saber que las circunstancias se dieron para que en Colombia fuera elegido mayoritariamente (con buenas o con malas prácticas electorales, el tiempo lo dirá) el candidato de la extrema izquierda, quien se ha venido con todos los fierros en una campaña presidencial de por lo menos veinte años, con la complicidad de la “batalla cultural” que asola las deprimidas naciones suramericanas de tiempo atrás.
En las huestes de la Liga contra la Corrupción comprendieron, tarde, que la democracia vale plata, que el solo voto de opinión trabajado a punta de tweets, sin debates televisados, aunque hacen maravillas, no producen milagros y que las jornadas electorales implican un esfuerzo hercúleo de logística porque a la gente hay que movilizarla y darle refrigerio, aunque sea tamal; y eso que ya no toca trasnochar la víspera empacando papeletas con los votos, ni repartir volantes, camisetas y cachuchas, ni hacer bulla con megáfonos cerca de los centros de votación, como antes, cuando sí se vivían unas verdaderas carnestolendas que terminaban con bolsas de agua y harina tiradas al bulto entre facciones antagónicas (pero siempre ganaban los liberales, que eran los que más salían a votar en un país conservador).
La política es dinámica, dijeron. Pero nunca imaginábamos que lo fuera tanto como para arriar las banderas de los partidos políticos tradicionales -y de los “viejitos nuevos movimientos”- coincidentes en el respeto por los valores supremos de la democracia, la libertad y el orden, para entrar a feriarlos en medio de la alharaca de los fuegos artificiales del “cambio” en que la juventud está comprometida. Ojalá el cambio sea para bien y no para mal, porque nuestra Patria merece la mejor de las suertes y estaremos pendientes de que así sea.
El triunfante candidato fue, hay que reconocerlo, discreto y magnánimo en su discurso de consagración y por lo menos se dieron las cosas para que el “estallido social” quedara paralizado, porque si el resultado hubiese sido otro, ya habían amenazado con obturar el botón correspondiente para alterar el orden público y con ello se demostró, una vez más, que la tal llamada protesta social no es una manifestación espontánea de gente desesperada por el hambre y la marginalidad sino una palanca que manejan, a su antojo, los líderes de la izquierda suramericana y ahora sus pequeños delfines.
Post-it. “Cambio por la vida, por el amor, para vivir sabroso”. Ver y sentir para creer. De entrada, se le dará la estocada final a la tauromaquia y a toda gente que vive de ella y que disfruta el espectáculo, y se acabará con el Esmad, como si con ello se pusiera finiquito a la protesta callejera, como en el chiste del hombre que un día llega temprano a su casa y se percata de la infidelidad de su mujer en su propio sofá y decide venderlo. Tal cual.