La patria de los oradores | El Nuevo Siglo
Sábado, 4 de Febrero de 2017

Cojamos un plano de Colombia, señalemos con líneas rojas los edificios, casas y locales ocupados por facultades de derecho -como los médicos marcan en el mapa mundial los lugares invadidos por una epidemia- y veremos que nos amenaza la más asfixiante invasión de tinterillos. En centros sin mayor desarrollo humanístico tenemos fábricas de “doctores”. Como el estudio del Derecho no requiere equipos, ni laboratorio costosos, cualquiera improvisa un garaje, un tablero, una almohadillla y una tiza. Y así empieza a funcionar la “flamante facultad de Derecho”.

Muy documentada y maciza la crítica que hace a nuestra docencia universitaria Eduardo Umaña Luna en el libro elaborado sobre este meritorio catedrático, por  ese escritor de talento y de carácter llamado Fernando Garavito. Son 135 páginas que se leen de un tirón. Estas lecturas tonifican,  dan claridad y fortalecen el ambiente académico. Prefiero la crítica  a la adulación. La verdad es dura para el que la averigua, dura para el que la expresa con altivez. A la gente no le gusta oír verdades desagradables. La mentira adormece los instintos, la verdad despierta la conciencia.

Siempre he ejercido la profesión. La abogacía  es el derecho en pie de guerra. Fugazmente fui fiscal de un juzgado superior en Bogotá. En esa inolvidable época conocí a Eduardo Umaña Luna. Como representantes de la sociedad luchamos con formidable denuedo en multitud de sonados debates. Éramos implacables en el combate forense. Ni dábamos, ni pedíamos cuartel. También fueron fiscales en eso días, grandes maestros del “derecho” como Tiberio Quintero Ospina y Rafael Perico Ramírez. Tuvimos de contrapartes a Rafael Poveda Alfonso, César Montoya Ocampo, Guillermo García, Jorge Enrique Gutiérrez Anzola, Hernán Isaías Ibarra, Carlos Holmes Trujillo y otros colosos más.

La audiencia era una cátedra viva. Muchas intervenciones se convirtieron en libros didácticos, muy consultados en práctica forense penal. Eduardo Umaña Luna siempre tuvo como divisa aquello de que no hay excelencia sin exigencia. Cuando Napoleón era adolescente, los mariscales murmuraban: “Si a ese joven no lo ascendemos ya, se nos asciende solo”.

En una audiencia pública, no lo recuerdo bien, defendía César Montoya Ocampo a un procesado peligroso. Alguien de la barra, al conmoverse con la elocuencia del defensor, gritó: “Que absuelvan al acusado pero que no lo dejen libre”.