Es indiscutible que mujeres y hombres son diferentes desde el punto de vista físico y biológico.
No obstante, a lo largo de la historia, en muchas latitudes y dependiendo de contextos políticos, sociales y culturales, esas diferencias han sido excusa para darle un tratamiento diferente a unas y otros, así como para determinar su rol en las sociedades.
Ahora bien, también debe reconocerse que esa desigualdad que se ha presentado y aún hoy es latente en algunas regiones, no siempre ha existido. En las sociedades vikingas, por ejemplo, aquellas que bajo los parámetros occidentales actuales son juzgadas como salvajes, crueles e ignorantes, mujeres y hombres fueron guerreros, fuertes y poderosos; dirigieron ejércitos y ejercieron poder político sobre sus comunidades sin argumentar perjuicio para las familias que hubieren conformado o de la uniones que hubieren concertado voluntariamente o por decisión estratégica. Los esclavos, que provenían de territorios invadidos, podían ser de cualquier género; todos rendían culto a sus dioses y tenían el derecho de llegar a Valhalla a reunirse con Odín.
En el mundo de los celtas, hombres y mujeres tenían los mismos derechos para acceder al conocimiento, particularmente de los bosques y la naturaleza, para ser sacerdotisas y sacerdotes, todo ello como producto de la convicción de que todos podían contribuir a lograr el proyecto de sociedad definido.
En realidad, fue a partir de la preeminencia de las culturas occidentales que las perspectivas igualitarias entre hombre y mujeres se fueron modificando, al punto que esos mismos vikingos originarios fueron incorporando las costumbres francesas que situaron a la mujer como una figura encargada del hogar, los hijos y una que otra labor agrícola, mientras que los celtas fueron prohibiéndoles el acceso al conocimiento de los bosques. Las que se empecinaron en no perder tal derecho fueron calificadas como brujas y, en no pocos casos, quemadas en la hoguera o ahogadas en los ríos y océanos.
Esa idea de la mujer con distintos y restringidos derechos respecto de los que tenía el hombre llegó al punto de considerarla como un ser sin capacidad para tomar decisiones políticas o incluso sobre sí misma.
Tal realidad fue evolucionando a partir, entre otras, de la participación o el protagonismo de la mujer en distintos episodios violentos, conflictos y guerras en los que las mujeres tuvieron que asumir el mando y la carga de cuidar los hogares, realizar trabajos industriales y agrícolas, precisamente para surtir de armas y comida a aquellos combatientes; incluso acudieron como voluntarias para atender a quienes caían en combate.
A pesar de probar una y otra vez sus capacidades en todos los órdenes, muchas veces tuvieron que presentarse con seudónimos masculinos para que sus obras fueran reconocidas.
Sólo en 1918, después de grandes esfuerzos coordinados y mucha oposición, conquistaron el derecho a la ciudadanía y con ello la posibilidad de votar.
En esta convulsionada historia del mundo vale la pena destacar y visibilizar aún más a esas heroínas -que son todas las mujeres y aquellos que a su lado estuvieron- que han entregado su vida para contribuir a seguir avanzando en el reconocimiento de sus derechos.
En pleno siglo XXI, la lucha por lograr iguales condiciones laborales, salariales, posiciones de mando, derecho a la educación, respeto por su integridad física y aún el no ser consideradas objeto, propiedad o armas de guerra, continúa.
@cdangond