Grandes y pequeñas tiranías | El Nuevo Siglo
Miércoles, 6 de Marzo de 2024

El petrismo opera como una tiranía en miniatura. Sus partidarios defienden incondicionalmente al líder supremo, a quien consideran libre de toda culpa o equivocación. La traición se define como la desobediencia al mandatario, por encima de cualquier consideración moral, legal o patriótica. En lugar de esforzarse por dar resultados positivos para el país, sus alfiles se pelean entre ellos para ganarse la atención del tirano y asegurar para ellos mismos el anhelado primer lugar.

La contienda interna del petrismo para las elecciones del 2026 ya comenzó y se parece cada vez más a la película satírica La muerte de Stalin, reemplazando a los pretendientes soviéticos como Khrushchev, Molotov y Beria por figuras locales como Gustavo Bolívar, Daniel Quintero y Roy Barreras. Si los colombianos tenemos derechos, es porque ese pequeño autoritarismo no ha terminado de consumir a la república que hoy lo restringe.

Hace casi dos milenios, el historiador romano Tácito observó que los peores déspotas no solamente toleran la incompetencia sino que castigan la excelencia. Cuando el emperador Domiciano observó que el gobernador de Bretaña, Cneo Julio Agrícola, era una figura competente, admirada y de mentalidad independiente, decidió intimidar y amenazar al gobernador para que se jubilara anticipadamente. Las tiranías personalistas no pueden soportar la competencia, ni siquiera por parte de sus adeptos, porque contradice su objetivo central de aferrarse al poder. Este impulso, en menor medida, explica la tendencia del actual gobierno a expulsar a todos sus participantes más capacitados y reemplazarlos por corruptos y fanáticos.

Sin embargo, también debemos resaltar que incluso los autoritarismos no personalistas, aquellos cuyas estructuras burocráticas parecen ser brutalmente competentes, se ven fundamentalmente limitadas en su capacidad de evitar la catástrofe. Quizás el ejemplo más emblemático de un autoritarismo aparentemente eficaz en nuestros tiempos es el de la República Popular China. Después de la muerte de Mao, construyeron un sistema de pluralismo interno que permitió cierta competencia meritocrática dentro del partido comunista e incorporaron mecanismos de mercado para promover el crecimiento económico.

Fue así que pasaron de ser uno de los países más pobres del mundo, con una sexta parte de los ingresos per cápita de Colombia en 1990, a superar a Colombia en el 2017. Hoy es un país con ingresos per cápita similares a los de México, lo que les ha permitido, dada su población colosal, controlar la economía más grande del mundo y ejercer toda la influencia que este logro les permite.

Aun así, ya están sufriendo las consecuencias del error más grande dentro de su esquema de desarrollo aparentemente perfecto. La política de un solo hijo por familia, implementada entre 1982 y 2015, los ha llevado a una condición prácticamente irreversible de envejecimiento poblacional y colapso demográfico. Sin contar con la riqueza de Europa o Japón, tendrán que enfrentar imbalances pensionales y reducciones de mano de obra mucho más costosas que las del mundo desarrollado, limitando para siempre el alcance de su visión hacia el futuro.

Aquel gran error, producto de la ingeniería social a gran escala, se cometió principalmente durante el periodo supuestamente meritocrático y competente de la historia moderna de China, por el simple hecho de que incluso los planificadores más astutos pueden cometer grandes errores. Las repúblicas no se salvan de políticas semejantes porque sus dirigentes son más capaces, sino porque sus gobiernos no son tan poderosos.

La única fórmula para construir una sociedad próspera a largo plazo es la descentralización de la toma de decisiones, sin empoderar a nadie para cometer errores fatales e irreversibles.