En el pasado día dedicado a reconocer especialmente a la mujer hubo marchas. En la que se hizo en Bogotá, se trató de incendiar una iglesia del centro de la ciudad, la de San Francisco. Como se ha hecho en manifestaciones similares en Santiago de Chile, en Ciudad de México, en Caracas, etc. Se trata de un libreto previamente escrito y desarrollado al pie de la letra a lo largo y ancho de América latina, al menos hasta ahora. Nadie pone la cara por estos hechos. Ni las organizadoras de las marchas ni colectivos anónimos que se sumaron a las mismas y ni siquiera la autoridad civil, léase alcaldía, le pone nombre exacto a este intento de destrucción y posiblemente de muerte de los habitantes y usuarios de los templos. Ambas cosas son peligrosísimas: tanto las personas que quieren incendiar, más que un edificio, lo que simboliza y las personas que allí se encuentran y la actitud por lo menos pasiva de la Alcaldía de Bogotá.
Pero, como se anotó, se trata de un libreto y se le está escenificando paso a paso, con precisión meticulosa. La dinámica parece ser realizar provocaciones in crescendo para suscitar reacciones similares de los atacados y dar pie a una escalada de violencia que resulte en un cambio del orden en lo social, lo político, lo religioso y en todo lo que se pueda por haber predominado hasta ahora. Quemar edificios o tomárselos a la fuerza son unas tareas relativamente fáciles de realizar y hasta el capitolio de Washington mostró ser vulnerable a las horas descontroladas. Esto es grave y atenta contra sus dueños y usuarios. Pero lo más grave es que con excesiva facilidad estos ataques pueden terminar con la muerte de personas, además de la violación de sus más elementales derechos, por ejemplo, el de la libertad de culto. Nunca será comprensible ni se puede aceptar que la lucha por unos derechos se haga aplastando los derechos de otros por la vía de la violencia, que es en este caso el método preferido. El libreto dice que esto no se debe tener en cuenta.
Y también es muy grave la actitud ambivalente de la autoridad civil en estos acontecimientos. La iglesia en Bogotá ya ha visto esta posición bastante cobarde (o estratégica) en varios mandatarios de la ciudad. Poco les interesa exponer a los creyentes y sus templos a la acción de unas personas que apenas reciben en título de vándalos, siendo que cometen verdaderos y propios delitos. Es por eso que cada vez se siente con mayor fuerza en la capital colombiana una sensación de absoluta desprotección. Más aún, no está claro de parte de quien está la autoridad del Palacio Liévano. El ciudadano de a pie se siente hoy carne de cañón.
Lo peor de todo esto es que este libreto puede dar paso a otro, todavía peor. Son numerosas las experiencias en Colombia en las cuales, los ciudadanos abandonados por quienes en verdad los deberían proteger, deciden organizar su propia defensa. Y si a esto le añadimos el componente religioso, el resultado sería desastroso para todos. Incendiar iglesias, o lo que sea, no es un tema bomberil. Tiene que ver con la vida y derecho de las gentes, con el ejercicio de la autoridad y con la acción de la justicia para limitar con carácter a quienes causan destrucción y muerte. Pero no nos hacemos muchas ilusiones de que las cosas puedan ser al derecho. Cada vez prima más la fuerza bruta en la nación.