Señor: he aquí al hombre, al que Tu creaste, el que hiciste del barro de la tierra y a quien diste el mando sobre las obras de tus manos. He aquí esa pequeña criatura que alguna vez quiso soltarse de Tu mano y emprendió un camino incierto en busca de un cielo sin Ti, de un sentido sin mirarte a los ojos.
Dios, Padre y creador del género humano: he aquí al hombre y a la mujer, sitiados por un minúsculo virus que ha sido capaz de abrir las puertas de par en par a la hermana muerte. He aquí a esta criatura indefensa buscando dónde esconderse, encerrada en sus moradas de angustia y desespero. Contempla a este hombre y a esta mujer divagando en su mente, soñando con volver a ser tan ilimitados como siempre, tan obstinados como el día en que salieron del paraíso para perderlo. Mira, Dios de misericordia, cómo toda nuestra torre de Babel ha sido incapaz de recuperar la paz y la esperanza.
Señor de la misericordia: he aquí al hombre en rebeldía porque su voluntad ya no es la que impera y cuando lo hace se asoma con vértigo al ocaso de su existencia. No dejes de notar con cuánta insolencia este pequeño ser mira la enfermedad y la muerte, como si vencerlas fuera solo cuestión de laboratorios y ensayos, de cuarentenas y mandatos desbordados. Fíjate, oh Dios, qué inmensa incapacidad hay en esta Tu criatura para reconocer que es polvo y al polvo ha de tornar.
Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte: mira desde lo alto, desde la cruz, al hombre, a la mujer, y no dejes de repetir hasta el infinito a Tu Padre celestial: “perdónalos, no saben lo que hacen”. He aquí al hombre, dando pasos de ciego, empeñado en seguir la vida como si nada estuviera sucediendo, simplemente esperando que pasen las diez plagas para volver a los ídolos y para alejarse más de Ti. Compadécete de todos, Señor.
Espíritu de santidad, amor eterno, fuego siempre ardiente: he aquí a la criatura salida de las manos del Padre omnipotente, dador de todo bien perfecto, he aquí a ese pequeño ser, ahora sin espíritu, sin esperanza, sin sabiduría. Devuélvele el Espíritu divino, dale de nuevo deseo de santidad, abúndalo en santo temor de Dios para que no se destruya más a sí mismo.
Trinidad beata: he aquí al hombre, necesitado como nunca antes de Tu luz esplendorosa, de un amor sin límites, de una redención que lo abarque todo. Manifiéstate en estos días de santidad a cada hombre, a cada mujer, para que renazca la esperanza, la verdadera esperanza que no es otra que aquella que descansa siempre en el amor del Padre, en la gracia del Hijo y en la comunión del Espíritu. Entonces, he aquí que el hombre volverá a ser plenamente hombre, es decir, hijo de Dios, hermano en Cristo, templo inmaculado del Espíritu Santo. Amén.