El juego de la democracia tiene la ventaja de que, sobre la base de reglas claras y transparentes, la sucesión en el ejercicio del poder debe darse de manera pacífica debido a que las instituciones democráticas constituyen una garantía para la preservación del orden y del derecho. Dicho de otra manera, el respeto por las reglas establecidas en el contrato social resulta fundamental para la preservación del sistema democrático.
Así, la figura del consenso adquiere una fuerza vital para la sostenibilidad y estabilidad de esa forma de gobierno, mediante la cual, la escogencia de aquellos que detentarán el poder se hace a través del voto popular y que, como cualquier “juego” requiere de buenos jugadores que acepten los resultados al final.
Ello implica que habrá algunos perdedores y ganadores. Los primeros, por cuanto su querer, a la hora de cuantificar el número de apoyos recibidos por su candidato, -independientemente del método adoptado para ese conteo- recibirá menos apoyos que su contrincante. Los ganadores, en cambio lo serán en cuanto su opción obtendrá el mayor respaldo y, en consecuencia, será la que entre a diseñar y aplicar las políticas que, durante el tiempo para el cual fue elegido, guiarán al Estado y a sus ciudadanos.
Lo anterior supone que reglas y efectos del proceso electoral han sido previamente aceptados como parte del contrato social suscrito por los actores de las democracias.
Aunque parece una fórmula sencilla, aún en las democracias más consolidadas, no existe garantía de que, a propósito de la existencia de márgenes estrechos entre los votos recibidos por uno y otro candidato, no se presenten dificultades. En estos casos, las mismas reglas del sistema democrático ofrecerán la manera mediante la cual el conflicto podrá ser resuelto.
En este punto vale la pena recordar la elección presidencial del año 2000 en los Estados Unidos cuando se enfrentaron los candidatos Al Gore (Demócrata) y George W. Bush (Republicano), contienda que finalmente fue resuelta por la Corte Suprema de Justicia; o la que tuvo lugar en 1876 entre Rutherford Hayes (Republicano) y Samuel Tilden (Demócrata), dirimida a favor del primero, en este caso por una comisión designada por el Congreso; o la que se produjo a partir del proceso electoral de 1824 cuando se enfrentaron, sin rótulos partidistas, Andrew Jackson y John Quincy Adams y fue la Cámara de Representantes la encargada de decidir quién ocuparía la primera magistratura de esa nación.
Al menos en los primeros dos casos, el proceso decisorio estuvo precedido de reconteo de votos por cuanto mientras el candidato perdedor había ganado el voto popular, el ganador obtuvo la mayoría de colegios electorales, lo que provocó manifestaciones populares y evidente descontento entre la población.
En esto casos, una vez proclamado el ganador, los derrotados enfatizaron la necesidad de consenso y trabajo colaborativo como herramienta para mantener el sistema democrático, promoviendo la convivencia pacífica y trabajando por el desarrollo y bien de los ciudadanos.
No cabe duda, entonces, de la importancia de contar, en cualquier democracia que se respete, con el consentimiento y apoyo de los perdedores y de la responsabilidad que estos deben asumir también para garantizar la gobernabilidad democrática, sin que ello implique por supuesto una negación del derecho a hacer oposición dentro de las reglas contempladas en el pacto social.
@cdangond