Barbarie e impotencia | El Nuevo Siglo
Martes, 6 de Diciembre de 2016

Sorprende que en un país que la semana pasada dio una muestra de solidaridad colectiva y alta sensibilidad humana ante la tragedia aérea que cobró la vida de 71 personas de la delegación del club brasileño Chapecoense, se produzca un hecho tan criminal y bárbaro como el registrado el domingo en la capital del país en donde una menor de siete años de edad, que jugaba frente a su casa en un humilde barrio, fue raptada por un sujeto que se transportaba en una camioneta lujosa, siendo trasladada -según el material probatorio ya recolectado- a un apartamento de alto estrato en donde horas más tarde fue encontrado el cadáver de la niña con evidentes síntomas de haber sido abusada sexualmente y asesinada. Todas las sospechas recaen sobre un arquitecto, cuya familia es dueña del edificio en donde encontraron a la menor y que el mismo domingo en la tarde fue trasladado a dos centros asistenciales por presentar señales de ebriedad extrema y estar bajo los efectos de estupefacientes. Mientras ayer en la mañana en todo el país se multiplicaban el estupor, la indignación y la exigencia de un máximo castigo al culpable de esta atrocidad, las autoridades confeccionaban rápidamente una hipótesis sólida sobre los hechos y la responsabilidad del sospechoso. Aunque desde múltiples sectores se pedía su captura inmediata, la Fiscalía actuó con cautela para no viciar el acervo probatorio ni dar lugar a que la defensa del presunto violador y asesino pudiera alegar afectación del debido proceso en su judicialización, dificultando así su detención y enjuiciamiento. Incluso, el ente acusador denunció una manipulación de la escena del crimen y abrió la correspondiente investigación.

Se entiende la cautela de la Fiscalía puesto que en muchos casos de agresión sexual y asesinato de menores, los sindicados recobran la libertad por fallas en el procedimiento de captura, imputación de cargos, cadena de custodia de las pruebas o, lo que es peor, encuentran vacíos en la sindicación que les permiten argumentar que sufren algún tipo de desorden mental que los hace inimputables.

Pero más allá de los tecnicismos jurídicos es evidente que algo malo le pasa a una sociedad en donde se incuban miles de criminales que son capaces de cometer todo tipo de vejámenes contra los seres más indefensos e inocentes. Hechos como el ocurrido en Bogotá no son aislados, lamentablemente. Según las cifras del Sistema de Protección del Instituto de Bienestar Familiar, desde el 2011 se han abierto 41.406 procesos de restablecimiento de derechos de niños, niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual, pasando de 5.577 casos en el año 2011 a 7.951 en el 2016, evidenciándose un incremento del 42 por ciento de casos en cinco años. Paradójicamente en los últimos años la legislación contra los asesinos y abusadores sexuales de menores de edad se ha agravado sustancialmente, tanto en materia de mayores penas como de restricción de beneficios como rebaja de condenas, libertad condicional o casa por cárcel. Sin embargo, a la luz de las estadísticas mencionadas, queda en evidencia que aumentar los castigos no ha disminuido la incidencia de esta clase de delitos.

¿Qué hacer? Como siempre tras casos tan atroces como el de Bogotá, las reacciones y exigencias de la ciudadanía tienden a ser las mismas: pedir pena de muerte a los condenados por abuso sexual o infanticidio; que se les aplique la cadena perpetua; someterlos a la castración química; negarles cualquier rebaja de penas o flexibilidad penitenciaria; que se autorice un registro público de condenados por delitos sexuales para que la comunidad esté alerta, dado el alto índice de reincidencia de estos asesinos y abusadores…

¿Esas u otras propuestas son la solución? Las opiniones están divididas. Hay quienes consideran que la colombiana es una sociedad enferma y proclive a la violencia en la que es muy difícil precaver qué persona es un potencial asesino y violador. Otros argumentan que el problema es la impunidad rampante y la morosidad judicial, por lo que mientras estas no disminuyan realmente de poco vale aumentar las condenas, crear tipos penales como el feminicidio o incluso elevar a rango constitucional la prohibición de rebajas de penas y flexibilidades penitenciarias. No faltan quienes argumentan que el problema de fondo es que no hay institucionalidad efectiva para proteger a los menores de edad y de allí que sólo cuando se produce la agresión o se perpetra el delito y este es conocido por la autoridad, se actúa.  

No hay, pues, explicación medianamente racional a lo que ocurrió con la niña Yuliana Samboni. Seguramente en su caso se hará justicia por la rapidez de la investigación y el acervo probatorio recogido. Al responsable le esperan no menos de 50 o 60 años de prisión. Sin embargo, qué pasa con esos otros miles de casos de violaciones e infanticidios que ocurren cada año pero que quedan en la impunidad.