‘Reforma política’, q.e.p.d. | El Nuevo Siglo
Jueves, 30 de Noviembre de 2017
  • Proyecto era inviable, retrógrado y sospechoso
  • Acuerdo político para la verdadera reingeniería

 

El hundimiento del proyecto de reforma política y electoral, que venía como producto de las conversaciones de paz habaneras, nunca tuvo una perspectiva promisoria por cuanto, precisamente, no se adentró en los temas fundamentales que requiere el país.

Desde el principio fue un cartapacio de medidas populistas que no llegaba en modo alguno al corazón de los problemas, sino que más bien los evadía o los profundizaba. Pero si el hundimiento de la dicha reforma política podrá ser un fracaso de los diálogos de La Habana, no por ello deja de ser una necesidad apremiante para el país, por lo que la modificación de las reglas electorales deberá retomarse al inicio del próximo gobierno.

Para ello, por supuesto, tendría que lograrse un acuerdo político fundamental en el Congreso de la República, una vez se sepa la composición de las nuevas bancadas parlamentarias tras los comicios de marzo próximo.

Uno de los puntos atinentes de esa reforma debe ser, como lo hemos insistido una y otra vez en estas columnas, la eliminación de la circunscripción nacional para Senado, a fin de que la democracia colombiana recupere el verdadero sentido de la representación territorial. Pero no solo por eso. También esa circunscripción nacional ha sido causa  esencial de la corrupción política, al elevar los costos de las campañas a cifras exorbitantes y volverlas un escenario fétido de compromisos innombrables entre el Ejecutivo y el Legislativo. Por lo demás, muchos departamentos carecen de representación senatorial, reducidos apenas a zonas convertidas en bolsas electorales que se ferian al mejor postor.

Habrá, desde luego, que entrar a sopesar otras realidades infectas de la política colombiana, donde prepondera el fraude que es, a no dudarlo, la principal conducta a atacar. Para ello se requiere un Consejo Nacional Electoral que pueda actuar en tiempo real, con capacidad para suspender automáticamente comicios donde se demuestre el riesgo de la compraventa de votos o la amenaza a los electores.

Por lo mismo, la derrota del Gobierno por carencia absoluta de liderazgo durante todo el trámite de la reforma política que, muchas veces a instancias suyas, terminó siendo un trompo de quitar y poner, no puede ser óbice para intentar una transformación de gran calado que se pueda avizorar, precisamente, en las propuestas que se planteen en la campaña parlamentaria y presidencial ya en curso.

Es grave, claro está, constatar que el Congreso no es capaz de aprobar la reforma imperiosa que se necesita de su actividad proselitista. En todo caso, urge sopesar los beneficios y los desaciertos dejados en la materia por la Constitución de 1991. El principal objetivo, sin duda, es el quiebre cierto y definitivo de la corrupción. No se da buen ejemplo cuando el Ejecutivo y el Legislativo entran en connivencia por cupos indicativos y la favorabilidad en los contratos para las regiones. De esa coyunda también nace buena parte del desprestigio de la política. Y ello puede superarse, no solo con leyes efectivas, sino particularmente con la voluntad de no generar esa plataforma donde se fermentan las corruptelas. Basta, en ese caso, con romper el toma y dame que se ha aposentado, desde hace tiempo, en el Congreso.

Porque de lo que se trata, justamente, es de cambiar la cultura política. Y ello se hace con conductas y actitudes tendientes a lograr ese propósito. Un Senado libre -como el que ha venido actuando en las últimas sesiones- donde se proceda por convicción, es imperativo para que la política recupere el horizonte. Las bancadas del Partido Conservador y de Cambio Radical, unidas en el propósito de mejorar las condiciones de la actividad política, son una muestra de ello. Su papel fue clave para oponerse a las turbulentas coaliciones interpartidistas a las que se pretendía dar curso y, todavía peor, al espurio transfuguismo propuesto en el fracasado proyecto. Igualmente el cambio de los umbrales electorales por esa vía truculenta no podía generar ninguna expresión favorable por parte del pueblo colombiano, ya fuera para los partidos grandes o los más pequeños. Tampoco había ninguna razón para modificar las reglas de juego en la mitad de la contienda proselitista y sobre todo a partir de la mecánica electoral, favoreciéndose algunos desvergonzadamente.

Esta reforma política, que ciertamente no merecía el nombre de tal, ha quedado debidamente sepultada, también porque elevaba de modo desmesurado el costo para el Estado del sostenimiento de los partidos. Terminado ya el ‘fast track’ al respecto, con los lánguidos resultados a la vista, es menester, con juicio y sindéresis, y por la vía ordinaria, suscitar desde ya la discusión para lograr una verdadera reforma política en el menor tiempo posible.