Cuba: ¿para cuándo la democracia? | El Nuevo Siglo
Lunes, 28 de Noviembre de 2016

Más o menos todo el mundo a finales de los años 50 estaba de acuerdo en que había que tumbar el régimen corrupto de Fulgencio Batista. Incluso los propios estadounidenses tenían simpatía por Fidel Castro y su lucha con el fin de implantar la democracia en Cuba y salir del garito y el prostíbulo en que se había convertido la isla. Lo que nadie pensaba era que Castro fuera a virar hacia el comunismo y convertirse en la punta de lanza de la Internacional Socialista, los fusilamientos generalizados, el destierro y el exilio, y la represión absoluta de las libertades públicas, bajo su vanidad extrema y la idolatría a su figura como razón de estado.

Con su muerte el viernes pasado, a los 90 años, llega a su fin la ola de dictadores de este estilo, como el Ceausescu rumano y todos aquellos que expoliaron a sus países hasta dejarlos en los tuétanos. Castro pudo haber sido un gran orador y tener el temple para mantener sus propósitos en las circunstancias más adversas, pero la coacción utilizada para llevarlos a cabo es la más clara demostración de que no se sostenían a propia cuenta de su altruismo sino a raíz de un estado policial, la más aleve censura de prensa y el encarcelamiento de los opositores, bajo cualquier falacia procedimental. Es decir, las cláusulas de un totalitarismo terrífico.

La rebelión contra una dictadura, a fin de establecer la democracia, tendrá siempre el amparo de la justicia. Lo que no es dable es que, sobre la base de una aspiración legítima se hubiese fraguado, como en Cuba, la más drástica división de las familias, la expropiación a rajatabla, la implantación del partido y pensamiento únicos, por lo cual es fácilmente advertible que Castro pasa a la historia como un traidor a la democracia y sus postulados. De manera que quien se diga demócrata no puede, por más salpullido romántico de la década de los 60, respaldar algo que estaba podrido en su base. No hay mito ni leyenda en eso, solo una gran sensación de agonía y de que pudo evitarse la catástrofe si se hubieran adoptado los principios democráticos, como de algún modo lo venía haciendo incipientemente Cuba antes de la dictadura de Batista.

La primera equivocación estuvo en el viraje que dio Castro, entregándose al bloque comunista cuando pudo haber mantenido una posición más bien similar a la de Nasser o de Tito. El camino más fácil, por supuesto, era empeñar entonces la isla al querer soviético. Y así lo hizo Castro, como si aquello fuera una gran política autónoma e independiente, lo que desde luego nunca fue.

Pero si Castro cometió ese error mayúsculo, los gobiernos norteamericanos también hicieron lo propio para que aquel no cejara en la ruta incorrecta. A no dudarlo la pésima planeación que tuvo Kennedy de la invasión de Bahía Cochinos y luego todavía peor la carencia de respaldo aéreo para los combatientes cubanos que habían desembarcado en las playas de la isla, permitieron que el fracaso se convirtiera en una gran victoria castrista.

Fue a partir de ahí, además de los frustrados atentados de la CIA, que Castro dio el viraje más abierto hacia el bloque comunista. Permitió entonces la implantación de misiles soviéticos a tan solo 90 kilómetros de los Estados Unidos. Y cuando el gobierno Kennedy descubrió el tema pactó secretamente el retiro de ellos con Kruschov, ordenando el embargo económico a la isla y dejando deslizar la promesa implícita de que nunca volvería a intentar una invasión a ella.

Así quedó insertada Cuba de ficha clave en la Guerra Fría, sin la participación de Castro, pero bajo el manto de las equivocaciones norteamericanas. El primer error, la mala planificación de la invasión a Bahía Cochinos. El segundo error, ella sin respaldo aéreo. Y  el tercer error, el embargo económico, tras el tenso pleito de los misiles, que lo único que hizo fue arrojar  al pueblo cubano en los brazos de Fidel Castro y someter a los isleños al desabastecimiento y desnutrición permanentes.

Casi desde el principio, por lo demás, Fidel Castro fue deshaciéndose, por táctica o por suerte, de otros emblemas de la revolución cubana. El primero fue el extraño accidente de Camilo Cienfuegos, quien tenía la aureola popular, en los primeros días de la victoria. Luego le dio coba a la inflamación intelectual del Che Guevara, con la idea de exportar la revolución por América Latina, lo que obviamente iba a terminar en su captura o daba de baja, en todo caso convirtiéndolo en un mito en su beneficio. Y al mismo tiempo fue despajando personajes que pudieron ser interesantes, como el periodista Carlos Franqui y otros que le habían servido en el Ejército o en la Sierra Maestra. Posteriormente vinieron las aventuras en África y el respaldo soviético-cubano en las rebeliones centroamericanas, hasta la misma eternización de Daniel Ortega de hoy en Nicaragua. Al final tal vez encontró su más grande y satisfactoria herencia en la debacle venezolana, sin dejar de lado la erosión de las guerrillas colombianas que terminó siendo superada gracias al Plan Colombia.

Pudo haber sido Fidel Castro, pues, un gran baluarte de la Unión Soviética. Cuando ella se vino a pique lo salvó Hugo Chávez, su hijo dilecto, que lo llenó del petróleo que le permitió a la isla sobreaguar durante un buen tramo.

Durante tan largo trayecto de gobierno, sin embargo, Fidel Castro se caracterizó más que por revolucionario, por enfrentar los fantasmas y las paranoias de la contrarrevolución, aun cuando hasta días recientes el mismo Raúl Castro haya denegado la cantera de presos políticos. En ese aspecto fue, sin duda, un sobreviviente a quien, pese a todo, hace tiempo su hermano había heredado como en las monarquías más hirsutas. La democracia, por tanto, no tiene mucho que celebrar ni con su vida ni con su muerte. Lo que sí es menester es producir la reunificación cubana sobre las bases sólidas de las elecciones libres y la libertad de prensa. Solo cuando ello ocurra, la democracia podrá dar el parte de victoria.