Unos 30 pesos (147 pesos colombianos) de alza en el transporte público fueron el detonante de un proceso constituyente. En las calles se gritó “no son 30 pesos, son 30 años”. Y de pronto el próspero país del sur, Chile, pasó de hablar de esos gigantes conglomerados empresariales, que dominan las ventas en América Latina, a ver como su país experimentaba un “estallido social” durante octubre y noviembre, en 2019.
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No se sabe hoy, todavía, qué se buscó aquel entonces y qué se busca ahora. A pocas horas del plebiscito, hay voces que aún hablan de “un cambio del modelo neoliberal”, “de socialismo” o simplemente de una constitución más avanzada, que borre cualquier cimiento del legado de Augusto Pinochet (presente, sí, en su articulado). Esta última versión parece la más ajustada a la realidad de la mayoría de chilenos.
La Constitución
En Chile sigue vigente la Constitución de 1980, discutida y codificada durante la dictadura de Pinochet. La transición democrática, que empezó con la caída del régimen militar en 1988 y el referendo de 1990, trajo prosperidad económica, elecciones libres y un régimen político pactista capaz de concertar las bases de la distribución del poder. Mucha política, y democracia pulularon, pero el modelo económico se mantuvo intacto bajo el cual el país fue gobernado durante la dictadura y las siguientes décadas.
En su momento, hábil y sagaz, Jaime Guzmán -asesor de Pinochet- reconoció que el andamiaje constitucional había quedado tan bien hecho que los “adversarios, si llegasen a gobernar, no pudieran hacer algo muy distinto a lo que ellos hicieron”. Una verdad parcial. Aquella Constitución de 1980 ha tenido reformas (la más importante, 2005), pero la mayoría insuficientes para tocar su génesis.
El diseño constitucional chileno es bastante complejo. En su libro “Por qué necesitamos una nueva Constitución”, la profesora Claudia Heiss explica que para ser reformada la Constitución se necesita un quorum de dos terceras partes y las leyes orgánicas requieren algo así como cuatro séptimos. Son quórums necesarios para proteger la Carta política de los atisbos populistas, pero también hace inviable cualquier asomo de cambio.
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Los altos quórums han sido un detonante para que la oposición de izquierda uniera las trabas constitucionales con el descontento social. Años antes de las movilizaciones de 2019, la bancada opositora, con algunos partidos oficialistas, presentó un proyecto para eliminar de la Constitución el artículo que definía el agua como un bien prestado por privados, herencia, dijeron en ese entonces, del modelo neoliberal de Pinochet.
Chile, enfatiza este sector, ha sido el “experimento neoliberal” por excelencia de Milton Friedman. Allí se promovió la iniciativa privada como en ningún otro país de la región y se contrajo el Estado como fórmula para generar crecimiento y prosperidad. Este modelo, no obstante del régimen autoritario que gobernaba, resultó exitoso a nivel económico y con la transición a la democracia lo sigue siendo. Pero los sectores que se han movilizado niegan que hoy, treinta años después del fin de la dictadura, lo sea.
Medir su éxito tal vez es el mayor desafío para cualquier análisis. En entrevista con la W radio, el expresidente Ricardo Lagos contaba que en su gobierno (2000-06) el ingreso per capita aumentó tres veces, para hoy ser 4 veces mayor en comparación en 1990. Pero la mejora en la calidad de vida en Chile ha sido, dicen los opositores y marchantes, un mito que se ha roto con el decrecimiento económico. En los últimos años la economía del país se contrajo del 4% al 2%, golpeando el bolsillo de la clase media, que ha tenido que recurrir, como nunca, a crédito. Según la profesora Heiss, en charla con la agencia Efe, el endeudamiento de las personas naturales en Chile llegó a casi el 75%.
El ciudadano se endeuda cada vez más en Chile para pagar la provisión de servicios como la salud, privatizada, y la administración de fondos de pensiones (AFP) a cargo de privados. El sector que se ha manifestado, el del “estallido”, demanda que el Estado provea estos servicios, pero ha encontrado que esta modificación transformaría el modelo económico que defiende la Constitución.
Para demandar estos cambios grupos radicales han usado vías de hecho. En medios de las movilizaciones quemaron centenares de estaciones de transporte público, destruyeron más de 1.000 monumentos y arrasaron con iglesias católicas y evangélicas. Estos actos llevaron a que en un momento el Gobierno se preguntara que tan conveniente era citar un plebiscito para preguntarle a los chilenos si aprueban o rechazan construir y promulgar una nueva Constitución, decisión que fue tomada finalmente el 15 de noviembre.
La coyuntura política es más compleja de lo que inicialmente parecía. En caso de que se apruebe el proceso para construir una nueva Constitución –que según Marta Lagos, de Latinobarómetro, es casi seguro- Chile comenzara un proceso constituyente que abre la puerta a un estado social de Derecho y garantista, más abierto a la participación ciudadana y el asistencialismo, y en detrimento de un modelo, que, rechazado, le permitió a muchos de esos manifestantes mejorar sus condiciones de vida y la de sus familias, ampliando la clase media.
La clase media que ha vivido el decrecimiento económico de Chile y, en consecuencia, su nivel de vida ha empeorado, también exige mayor cobertura del Estado para proveer salud, garantizar pensiones y tener una estructura tributaria menos regresiva.
La pregunta es si el modelo que se va acordar tras la constituyente conlleve a una mejora de la economía, de las condiciones de vida de los chilenos y de la provisión de los servicios del Estado.
O pase todo lo contrario.
*Candidato a MPhil en Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Oxford.