Política y emociones, razón esclava de pasiones | El Nuevo Siglo
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Domingo, 23 de Octubre de 2016
Francisco Rodríguez

El ser humano es más o menos el mismo en todas partes del mundo. Solemos pensar con Aristóteles que somos animales racionales y que la razón es prioritaria y, por lo tanto, las decisiones de nuestro albedrío siguen siempre el curso del mejor argumento. Nada más falso. Stuart Sutherland, en su libro Irracionalidad, demostró hasta la saciedad, lo pobre de nuestras luces silogísticas y el poder aberrante de los impulsos de cualquier tipo. Nos parecemos más a la imagen proyectada por el filósofo escocés David Hume, según el cual, “la razón es una esclava de las pasiones”.

La política depende de las emociones, como las lluvias o la nieve dependen de las estaciones. Por este motivo, no siempre elegimos lo que la razón debiera ordenar, sino lo que el corazón indica, lo que el caprichos señala, o la corazonada ordena.

En su ya célebre libro, La auténtica felicidad, Martin Seligman, el creador de la sicología positiva, nos da algunas recomendaciones para enfrentar las desgracias de la vida. Sus consejos incluyen tres principios básicos: Mejorar el pasado, vivir concentrado en el presente y tener buenas expectativas con respecto al futuro.

Suena un tanto extraño recomendar acciones con respecto a un pasado que ya aconteció y, sin embargo, como lo muestra en su libro, es posible hacerlo. El consejo se llama: tener gratitud en el corazón. Cuando experimentamos gratitud, en lugar de resentimiento, recomponemos los sentimientos y miramos hacia atrás con una perspectiva más compasiva. Algo que nos pudo haber causado daño, nos afecta aun después de haber pasado el tiempo, y mantiene un poder sobre nuestras acciones y pensamientos, se desactiva por el camino de la gratitud.

En ese maravilloso libro de Mark Haddon, el curioso incidente de un perro a medianoche, nos muestran cómo se ve el mundo desde la perspectiva de un niño autista. Para ese niño, nosotros, los “sanos” andamos distraídos. “Estamos atrapados en las emociones del momento. No ponemos mucha atención al entorno. Miramos sin ver y, en verdad, la mente divaga mientras tanto”.

¿Cuántos leímos las 297 páginas del Acuerdo? Muy pocos, nuestra mente estaba ocupada en otros asuntos. Mientras tanto, nuestras emociones trabajaban a todo vapor y no nos soltaban para dejarnos razonar con amplitud.

El domingo 2 de octubre ganó un tipo de emociones y perdió otro.

En un reciente coloquio de la Facultad de Humanidades, en la Universidad del Rosario, para hablar del futuro de las ciencias sociales, el profesor Santiago Castro aclaraba que la pregunta del plebiscito no era si se perdonaba o no a las Farc, sino si se estaba de acuerdo o no con refrendar los acuerdos de La Habana.

Qué equivocado estaba. El plebiscito tenía en el corazón (¡no sabíamos qué tanto!) el perdón y la reconciliación. No era solamente la esperanza de ver un país en paz, no era solamente la decisión racional con respecto a la conveniencia o no de un documento de 297 páginas; era, en fin de cuentas, poner fin al conflicto que amarga a un país entero. Y no lo logramos. No alcanzamos ese 51% para inclinar la balanza. No fueron suficientes ni las campañas ni las explicaciones ni las acciones de último momento para conmover algunos corazones de roca: el 50,25 por ciento de los colombianos quieren castigo. Eso quedó claro.

David Murcia Guzmán, (Bernard Madoff o Carlo Ponzi da lo mismo, solo cambian el lugar y la fecha) llenó su arcas con miles de millones de pesos que los “inversores” llevaban voluntariamente a sus centros de acopio. Todos le dejaron en la puerta de su casa el dinero, el propio y el ajeno. ¿Qué hizo el señor Murcia (Madoff o Ponzi, da lo mismo) para ganarse la confianza de tantos, al punto de estar dispuestos a un suicidio económico? Muy poco, casi nada, fácil, les rascó en el costado donde más le gusta a la gente: les alimentó la ambición, ese sentimiento básico y primario que como el odio y la venganza se alimenta casi solo; y se tapó de dólares. Les puso la tentación y cayeron ciegos. La ambición no tiene límites. Los sentimientos básicos son insaciables.

Suecia se ha convertido, sin saber a qué horas, en un exportador de yihadistas. Los reclutan entre los inmigrantes y los hijos de los inmigrantes, en Gotemburgo, entre la población más vulnerable. ¿El argumento? El odio a los infieles. Los convidan a marchar en apoyo del Estado Islámico alimentando el resentimiento contra el país y al pueblo que les dio acogida. No vale que sus padres hayan recibido asilo y una nueva vida, ellos se sienten excluidos, unos ciudadanos a medias y anidan en sus corazones el rencor. Sobre esa emoción se construye una política destructiva.

En Estados Unidos las elecciones giran en torno a las emociones. Donald Trump ha sabido exacerbar los sentimientos de los estadounidenses en torno a los mexicanos y los inmigrantes. En el fondo de muchos americanos, como en el fondo de los corazones de los raizales del primer mundo, late la sospecha de que el extranjero está arrebatando los puestos de trabajo y son una amenaza para su supervivencia. No se trata de ideas, no se trata de pensamientos, son sensaciones profundas y temores básicos del ser humano.

Si no somos capaces de mejorar nuestro pasado, seguiremos siendo presas en cualquier parte del mundo de la propaganda emotivista que pasa por encima de las razones y mueve resortes primarios en los ciudadanos. Solo con la educación sentimental, como se decía en el siglo XIX, seremos capaces de mejorar las expectativas de futuro que señala Seligman y contener los sentimientos destructivos primarios que sirven de cultivo a las políticas del resentimiento.

(*) Profesor de la Facultad de Ciencia Política, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario.