La ruta del consenso | El Nuevo Siglo
Martes, 4 de Octubre de 2016

Es muy posible que paradójicamente la paz nacional, aquella ajena al partidismo y los grandes centros de decisión, esté hoy más cerca en el país que antes del plebiscito. Porque, a fin de cuentas, el resultado del domingo pasado simplemente obliga a hacer después lo que se ha debido hacer antes. Es decir, una paz fruto del consenso y con un claro mandato social. Esa, pese al pesimismo y el desconcierto reinante en algunos sectores gubernamentales, es una virtud y una ventaja. Hay que hacer hoy, pues, lo que debió hacerse antes y desde el comienzo.

La dinámica interna de los países tiene, por supuesto, mucho más variables que las que se podrían compendiar en una encuesta o una estrategia de comunicaciones. Para ello, asimismo, hay que estar al tanto de las profundidades históricas, de los matices regionales, de las diferentes aproximaciones a las realidades circundantes, como sucedió con el No rotundo del Meta y el Caquetá (el corazón de la guerra) porque, en fin, en el plebiscito se jugó toda la fibra que compone una nación tan difícil de discernir y tan rica en su heterogeneidad como la colombiana. Mucho más cuando se trataba de hacer la paz y de dar por terminado un conflicto armado de décadas. Y esa dinámica interna, que en editorial previo al evento del domingo pasado llamamos los pesos y contrapesos de nuestra democracia, dio un resultado perentorio y sencillo: el país quiere la paz pero con base en la convergencia y el soporte de todos los sectores. No una paz exclusivista; no una paz que sirva de trampolín a ambiciones personales; no una paz que deje por fuera a una parte importante de la ciudadanía. Al contrario, se quiere una paz genuina que convoque a todos y cada uno de los colombianos para que sea verdaderamente estable y duradera.  

El contundente fracaso del plebiscito, como mecanismo de refrendación del Acuerdo de La Habana, también tiene otras aristas. En retrospectiva, parece evidente que muchas eran las dudas sobre el pacto habanero; que no hubo, como se advirtió en su momento, una adecuada labor pedagógica o que si acaso la hubo, camuflada en un mar de propaganda, despertó aún mayores sospechas; y que varios de los elementos pactados avivaron el temor en vez de la confianza. Siendo así, el Acuerdo de La Habana se convirtió en una amenaza. Y eso hizo que se multiplicaran los interrogantes y los recelos.

En tal sentido, la cauda del No es difícil de diseccionar al igual que la del Sí. Pero puede decirse que descontados sus extremos, o sea aquellos que querían una paz sin cambiar una coma a los acuerdos o una capitulación a rajatabla, existe una franja gigantesca que bien votó por el Sí con grandes reservas, a la expectativa de los ajustes en el Congreso, o bien por el No para renegociar de una vez los términos; de algún modo dos manifestaciones de una misma naturaleza. Porque sumadas ambas posiciones, que no son necesariamente antagónicas, el Acuerdo sin reforma tiene, en todo caso, bases muy exiguas. Y desde luego no es posible aplicarlo según la sentencia de la Corte Constitucional.

Nombradas las delegaciones del Centro Democrático y el Gobierno para intentar una plataforma conjunta que permita reorientar el proceso es lógico que aquello que se discuta se ventile públicamente. Nada sería hoy más grave que el secretismo. En el fondo se está ante una discusión sobre los alcances de la democracia y la salvaguarda de la Constitución frente a lo pactado en La Habana. Como es necesario, también, que el Gobierno, a través de su comisionado Humberto De la Calle, dé las señales de que se está dispuesto a las reformas correspondientes, tal cual fue el mensaje insoslayable del plebiscito. Es decir que primero debe lograrse el acuerdo político sobre los ajustes correspondientes y luego llevar el resultado a Cuba.

No se trata, pues, de cambiar la mesa de negociaciones o los voceros. Se trata, por el contrario, de tener una posición unificada y, una vez conseguida, darle el procedimiento necesario. En ello hay que tener calma y paciencia. El momento por el que se atraviesa no es fácil y hoy la premura puede ser la peor de las consejeras. Lo importante es el tino y buena letra. No puede, por el afán, volverse a echar todo por la borda. Primero hay que desandar el camino de la polarización y retomar aquella ruta del consenso en mala hora desestimada.