Nobel, antorcha de la paz | El Nuevo Siglo
Foto tomada pagina premios Nobel
Viernes, 7 de Octubre de 2016

El próximo 10 de diciembre de 2016, cuando el presidente Juan Manuel Santos Calderón reciba, a nombre de todos los colombianos, el Premio Nobel de la Paz, en Oslo, tendrá, sin duda, que haberse avanzado  razonablemente tanto en la recomposición del acuerdo de La Habana como en la consolidación del ambiente político y social que se abrió luego de que ganara el No en el plebiscito.

Hay que decir que el Nobel de Paz a Santos Calderón y que ha dedicado a las víctimas, está por descontado altamente  merecido, por una razón principalísima: abrió un escenario para la salida política negociada en el país, cuando parecía cerrada herméticamente,  profundizándose el abismo de la guerra, y al lograrlo mantuvo esa posibilidad con tenacidad y perseverancia hasta estos momentos en que, ni los analistas más agudos, podían avizorar semejante acumulado histórico y democrático como el que se ha vivido hasta el día de hoy en nuestra nación.

Llega el Nobel, por supuesto, en un momento en que hay que hacer la lectura exacta y con sindéresis de lo que actualmente ocurre en Colombia. El posblebiscito, con sus vaivenes entre las lágrimas y la dicha, entre las marchas estudiantiles y la proclamación de que no hubo vencedores ni vencidos,  fue una demostración palmaria, ante el mundo,  de cómo en solo unos días de vértigo, floreció la democracia colombiana y palpitó la honda voluntad de paz anidada en los corazones del Sí y del No, para dejar atrás los cruentos episodios sucedidos durante décadas,  en una espiral de violencia, no solamente trágica sino infértil.

Mal se haría, desde luego, en no entender el Nobel  como un acicate para reconfirmar que la paz pertenece a cada uno y todos los colombianos, sin distingos de sectores, estratos y condiciones. Por el contrario, es básicamente un acto de confianza en el país, un mensaje unificador, una señal promisoria, un honor que encarna responsabilidades y que se refiere, en su excelencia, al imperativo moral de la paz, sin que pueda, en lo absoluto, utilizarse en nada diferente a la conjunción indeclinable de los colombianos  y de plataforma para recuperar la identidad perdida en la esterilidad de la depredación y la barbarie.

Está, por esta vía, demostrada la clara disposición  del exterior para que el país ingrese al concierto de naciones por la puerta grande que le corresponde.  Toca ahora internamente tejer la filigrana constitucional, política y social, con sensibilidad y cautela, para llegar al consenso que permita sumar la mayor cantidad de voluntades, en un texto representativo de la sociedad entera y cuyas señales también han comprendido las Farc, al dejar atrás el concepto de que el acuerdo de La Habana era omnímodo, omnipresente y omnipotente.

Hemos reiterado, una y otra vez, que es un momento estelar para una paz a la colombiana, por los colombianos y para los colombianos. El Premio Nobel de Paz es, prioritariamente, un aval para ello y están los instrumentos dados para que sea así.  Nada, por lo demás, sería más estimulante para la historia colombiana que haber culminado una época patológica, con la salud nacional  a toda prueba,  de una nación que ara el futuro bajo las premisas de la convivencia y su espíritu emprendedor, libre y sin las talanqueras de la violencia.

No hay tampoco, pues, que soltar las campanas al vuelo hasta que, en concreto,  no se tenga un documento equilibrado entre las partes. Pero mal se haría en no tener ese próximo 10 de diciembre como la fecha indispensable hacia la resolución definitiva de los desencuentros. No será fácil, claro está. Pero los tiempos de la historia y el espíritu del que está actualmente imbuido el país así lo exigen. Hay que templar las bridas de la esperanza para que ella pueda caminar al paso portentoso de su carácter y bonhomía.

Sería ingenuo no decir que en el trasfondo se juegan los elementos del acuerdo de La Habana que la mayoría de colombianos, aunque por un margen estrecho,  consideraron confusos o adversos. De modo que es a esa situación a la que debe darse salida, concentrándose en ello, en vez de tanta propuesta “iluminante” que todavía se escucha. Saber cómo va a quedar la justicia transicional, sentar las bases de una favorabilidad política adecuada, desbrozar el disenso de los pequeños detalles, en resumen, ponerse de acuerdo en el desacuerdo y resolverlo dentro de un plazo razonable es un mandato categórico del instante que se vive.

En su momento quiso el presidente Juan Manuel Santos firmar el acuerdo de paz con las Farc en el seno de las Naciones Unidas. Sea ahora,  el próximo 10 de diciembre la oportunidad, en Oslo, para hacerlo simbólicamente, aún con las Farc, las víctimas, delegados de la fuerza pública, la sociedad civil y voceros del Sí y el No, para que casi 35 años después, como en Estocolmo, vuelvan a volar las mariposas amarillas y  nunca más la soledad represente el alma nacional.