¡A votar! | El Nuevo Siglo
Sábado, 1 de Octubre de 2016

Fue una lástima que el país no hubiere llegado a un consenso mínimo sobre cómo y bajo qué instrumentos hacer la paz. Porque de parte de las Farc la ruta de la desactivación armada parecía efectivamente abierta desde el mismo día en que aceptaron, hace ya varios años, sentarse con el gobierno del presidente Juan Manuel Santos para pactar las condiciones del fin del conflicto, como nunca lo había hecho antes, y encaminarse hacia el desarme, la desmovilización y la reincorporación. Pero descontada, a los efectos, la nítida voluntad gubernamental faltó, desde aquel instante hasta hoy, una expresión social unificada y una exposición de mayor envergadura de las fuerzas vivas del país. Y con ello la refrendación del Acuerdo de Cartagena, que hoy se somete a las urnas en el plebiscito, habría conseguido la máxima cantidad de voluntad política posible y el señalamiento de un propósito nacional como pocas veces se había logrado en Colombia.

Es probable, también, que el proceso, una vez ratificada la voluntad de ambas partes en la agenda convenida en Cuba, se hubiera podido adelantar con mayor celeridad. Cuando el presidente Santos habló de una negociación de meses, tenía perfectamente medida la temperatura de la nación, pero igualmente las Farc parecieron tener un “punto de honor” en un proceso largo que no dejara entrever, en lo absoluto, capitulación o entrega y menos aceptar que Santos había quebrado sus vértebras en decisivas acciones de orden público, fruto de la nueva inteligencia y el Plan Colombia. Y tal vez fue por ello que las conversaciones se prolongaron un lapso muy superior al presupuestado, perdiendo un tiempo precioso para el desarrollo en condiciones fiscales y monetarias favorables, y el tema terminó sufriendo un desgaste paulatino en medio del agudo y no previsto declive económico por la crisis petrolera mundial. En tanto, se dio una modificación ampliamente divisiva del escenario nacional para lo cual, a fin de suplir ese teatro, el Gobierno hubo de asistir reiterativamente a los insumos del exterior.

El desenvolvimiento político del proceso de paz, con los diálogos de La Habana a mitad de camino, tuvo un punto de inflexión indudable en las elecciones presidenciales de 2014. Ya para entonces existían dos fuerzas encontradas, la Unidad Nacional de soporte del Gobierno y el recién creado Centro Democrático como factor de oposición, pero la economía aún mantenía su vapor como hecho administrativo positivo. Sin embargo, los adversarios de las conversaciones de Cuba ganaron la primera vuelta, aunque perdieron la segunda en una de las elecciones más polarizadas y enrarecidas de que se tenga noticia y un resultado final de 51 y 45 por ciento. En todo caso, el Gobierno pudo derivar de ello un mandato por la paz, que algunos inclusive consideraron refrendación electoral suficiente en vez de recurrir al plebiscito.

Aun así, pese a los llamados gubernamentales iniciales después de la reelección para generar un acuerdo nacional, el tema tomó la dirección contraria y tanto el Jefe de Estado como el Jefe de la Oposición prefirieron afianzarse en su propia cauda y elevar el lenguaje de la confrontación. Con ello, cada resultado de La Habana cayó en el mortero de la polarización, no sin desconocer los elementos ideológicos y las concepciones de Estado que entraron en juego, por ejemplo la tensión evidente entre la justicia ordinaria y la justicia transicional. Porque, la verdad, lo que hoy está en debate no es solo el contenido del Acuerdo de Cartagena, sino principalmente los conceptos que cada quien pueda tener sobre los alcances de la democracia y la cantidad de sacrificios susceptibles de hacerse en cuanto a la desmovilización guerrillera por la vía negociada. De hecho, no solo se está votando por el Acuerdo, sino paralelamente por el Acto Legislativo que pone en marcha una cantidad de instrumentos extraordinarios, casi nunca vistos en el país, para cumplir lo pactado.

Se sabe por los sondeos, sin embargo, que la mayoría de colombianos, inclusive dentro de la cauda que va a votar, no leyó el Acuerdo. El caso parecería deplorable, pero para ser sinceros el documento no fue redactado para surtir los requerimientos de un evento de este tipo, con una pregunta taxativa y un sinnúmero de incisos y adendas en centenares de páginas lo mismo que referencias a leyes por hacer. Quiere decir que el plebiscito tomó más bien un sendero emocional en vez de racional. Y ese es el carácter de la votación de hoy, con los espíritus encontrados, pero animosos en el futuro del país.

Amplio debate, en su momento, se suscitó en torno al recorte del umbral del plebiscito, cuya regla especial y actual consiste en que para aprobarse el Acuerdo deben superarse los cuatro millones y medio de votos afirmativos y ganar el Sí sobre el No. Salvo una votación general particularmente exigua, que no parece del caso, el umbral está de antemano garantizado de modo que el propósito del Sí es conquistar el mayor espacio electoral posible. Por su parte, el No parecería concentrarse en un voto de control político, es decir, equilibrar las cargas de un aval exorbitante. Cualquiera sea el caso, se trata de los pesos y contrapesos de la madurez democrática colombiana.

Sea lo que sea, el presidente Juan Manuel Santos cumplió a rajatabla su palabra de que no haría Acuerdo de paz alguno sin escuchar la voz del pueblo. Si bien lo pactado con las Farc tiene un amplio espectro y contenido internacional, es el plebiscito, sin duda, la mayor variable de participación nacional. Es por ello que hoy se cumple uno de los magnos eventos a los que nunca haya sido convocado el pueblo colombiano. El deber es, pues, participar. Terminada la propaganda, alejadas las encuestas, cerrada la campaña, concluidas las discusiones, despejados los titulares, solo queda, en el cubículo, el elector y su consciencia: la liturgia solemne de la democracia. No todos los días se está ante semejante altar, mucho menos una sola vez en la vida como es el tema que hoy nos concita. ¡A votar!