El acuerdo de La Habana | El Nuevo Siglo
Domingo, 28 de Agosto de 2016

Es posible que el Acuerdo Final entre el Gobierno Santos y las Farc sea mejor percibido por lo que no se pactó o bien por lo que no ocurrió en cinco años de negociaciones. Porque ciertamente son muchas las cosas que pudieron suceder frente a una organización que, amparada en la crudeza y el terror, venía proclamando un nuevo Estado móvil y en gestación. Por decirlo de algún modo, era el remanente estalinista y palmario de la Guerra Fría. Y que en oportunidades de diálogo anteriores pretendía demandas inauditas para poner fin a la insubordinación.

Basta con recordar, por ejemplo, las solicitudes de obtener al menos un tercio de participación en la Asamblea Constituyente de 1991, en los diálogos exploratorios de esa época, o de equiparar permanentemente cualquier intento de negociación con el pacto de paz entre conservadores y liberales, a finales de los años cincuenta, y bajo un espíritu similar al del Frente Nacional. Porque, al decir de sus comandantes históricos, las cosas eran exactamente iguales y la salida política tenía que darse en términos análogos.

A decir verdad, nada de ello ocurrió en la actual negociación. Está claro, por supuesto, que las Farc se equivocaron en no haber negociado en épocas anteriores, especialmente en el Caguán, cuando estaban en ascenso tras la fragilidad de gobiernos previos y el yerro que había significado dejar a las Fuerzas Armadas a su suerte. Pero luego del Plan Colombia y la concentración del Estado en su derrota, las cosas, tras perder asimismo el halo de intangibilidad de que parecían gozar, tomaron el curso de la proscripción definitiva, cuando se hizo patente el triunfo de la democracia y las instituciones. Entonces, ante la evidencia de ser un fenómeno anacrónico y terminal, volvieron a la Mesa, pero en esta ocasión sin la doble agenda habitual. En ello, fue protagonista fundamental la Fuerza Pública que, prácticamente reconstituida desde 1998, respondió con creces a la modernización y consolidación soberanas.

En retrospectiva, y frente a lo firmado en el Acuerdo Final, los subversivos pudieron haber llegado a lo mismo mucho antes porque nunca la revolución fue método aceptable para la inmensa mayoría de los colombianos. Ni en 50 años ello tuvo sintonía alguna con el verdadero temperamento nacional. Pero no es del caso retrotraerse, aunque sí enfatizar en el dislate de tanta barbarie y depredación totalmente innecesaria y por siempre dolorosa para el país que, frente a ello, todavía espera aligerar la gigantesca carga emocional con la solicitud del perdón cristiano.

El hecho, en todo caso, y si bien las Farc estaban evidentemente disminuidas y en trance de consunción, es que el Gobierno acudió, en la negociación, a la perseverancia antes que a la audacia; a la técnica en vez de la retórica; a la estrategia en lugar del resultado incierto; y persiguió su objetivo de la desactivación guerrillera sin cruzar las llamadas líneas rojas. Todo ello supuso, sin embargo, un gigantesco giro en la política nacional que aún tiene al país dividido por mitades.

En tanto, no se dio una nueva Asamblea Constituyente, no hubo cambio alguno en el modelo económico nacional, no se dio un viraje en la doctrina militar y ni siquiera el Congreso fue motivo de una reforma de largo alcance como la que se necesita. En general, el Acuerdo parece, en algunos aspectos, un documento de Planeación Nacional, signado en veces de un lenguaje complejo y fraseología reiterativa. Pero, de otra parte, se denota un esfuerzo por delinear una ruta metódica de corto, mediano y largo plazos. Y como tal no es un Acuerdo Final, sino un Plan de tracto sucesivo. De manera que apenas se está en una etapa intermedia para proceder a la estructuración y aplicación de la política pública convenida.

En otros acápites, sin embargo, la polémica, consignada en las encuestas, es superlativa por el desplazamiento de la justicia colombiana, en todos sus niveles, frente al híbrido de la justicia transicional, indigerible para una porción mayoritaria. De hecho, la parte sustancial del pacto, además de la entrega de las armas, es la creación de una jurisdicción especial cuyo tratamiento benevolente, con su ámbito general sobre quienes hayan actuado directa o indirectamente en el conflicto, se ha convertido en el epicentro del debate. Y en la misma medida la favorabilidad para acceder a la democracia que se quiso derruir.

Lamentable, por descontado, que en vez de un consenso previo, con base en el espíritu compartido por todos y cada uno de los colombianos de buscar un país sin guerrillas, el Acuerdo se hubiera destinado al mortero de la polarización. Faltó, a no dudarlo, sindéresis en ello, a lo menos con unas reglas antecedentes. Aun así es legítimo que se consulte, en franca lid democrática, al pueblo si está de acuerdo con las cláusulas pactadas para cesar, dentro del marco establecido, la horrible noche de una etapa en la que se quiso imponer la violencia de cultura. Está claro, gane o pierda el plebiscito, que el anterior despropósito cruel, con las mismas condiciones de La Habana o las que puedan derivarse de una negativa refrendataria, jamás volverá a tener cabida, porque la violencia llegó finalmente a devorarse a sus propios gestores. Como es el primer mandamiento de la historia.

En el contexto general, el Acuerdo que será sometido a plebiscito en un mes significa el Nuevo Amanecer prometido por el presidente Juan Manuel Santos, en el discurso de posesión de 2010. Para otros, en cambio, es el registro de nacimiento de la satrapía chavista en el país. En semejantes extremos se va a medir el pulso de la nación. Pero Colombia, siempre sorprendente, sabrá meditar y responder.