EDITORIAL. Maduro, el régimen del terror | El Nuevo Siglo
Foto archivo Agence France Press
Martes, 1 de Agosto de 2017

*Constituyente de garrote contra la paz
*El desamparo del pueblo venezolano

Cuando en Colombia se autorizó la Asamblea Constituyente de 1991, pese a estar prohibida por la Carta vigente, la Corte Suprema lo hizo, en una sentencia, con base en los criterios del tratadista italiano Norberto Bobbio, según los cuales una Constitución es, en su sentido más profundo, un tratado de paz entre los asociados, dentro de un territorio dado, por lo cual se obligan mancomunadamente a obedecer lo allí establecido.

Esa Constitución de 1991, en curso en el país, fue trasplantada en buena parte de sus conceptos y acepciones por el régimen venezolano, que la bautizó con el nombre del Libertador. Allí, igualmente, están dados los elementos para que la figura de la Asamblea Constituyente, actualmente pretendida por Nicolás Maduro, tenga los elementos de legitimidad, los mismos que, ahora, no se cumplen, comenzando porque debió citarse  previamente un referendo o consulta popular para poder convocarla y proceder a la elección de los delegatarios.

Pero aparte de ello, como se dijo, la Constituyente madurista no cumple, en lo absoluto, con la idea contemporánea, aceptada por todos los países, y bien dicha por Bobbio, de que ella deba ser un tratado de paz. Por el contrario, ella es un garrote contra la paz.

Al tenor de lo sucedido quedó claro que la Constituyente madurista es el principal factor disociador de la seudodemocracia venezolana, no sólo porque se ha coartado el derecho a elegir y ser elegido, base del sistema democrático de cualquier índole, sino porque tiene un carácter hegemónico que, siendo una minoría evidente, desplaza a las grandes mayorías y las deja sin representación alguna.

De tal manera, a partir de ahora, Maduro solo gobierna para un pequeño núcleo poblacional, del cual ni siquiera se sabe su número, por cuanto no es dable, de ninguna forma, aceptar las normativas que de la constituyente se puedan emitir si, en efecto, no ha tenido un consenso ciudadano, mucho menos el respeto por una gigantesca mayoría que se ha quedado al margen por cuenta de la represión que ya lleva en su haber nada menos que 125 muertos, a raíz de contestar con francotiradores y violencia a la resistencia civil.

Frente a ello, pues, no es suficiente, claro está, con que internacionalmente se impongan sanciones personales a ciertos funcionarios del régimen madurista, incluido el Presidente, ni tampoco es dable satisfacerse con proclamar el desconocimiento del evento constituyente, como lo han hecho varios países latinoamericanos. La actuación tiene que ser de mayor hondura y menos retórica por cuanto a todas luces se observa a un pueblo desamparado y próximo al sacrificio, pese a su valentía encomiable y ejemplar.

Cuando un régimen, como el madurista, es capaz de contestar a la resistencia civil con los fusiles y la coacción desenfrenada no puede, en los tiempos contemporáneos, el sistema democrático, salvaguardado por la ONU y la OEA, quedarse de brazos cruzados mientras se produce la burla más extravagante a los principios y postulados compartidos, no sólo por América, sino los aliados de la democracia mundial.

Es impensable, por descontado, que después de la experiencia con Cuba, donde el totalitarismo ha hecho de las suyas por más de cincuenta años, se vuelva por los fueros de unas sanciones económicas que no sirvieron para nada y que, por el contrario, le sirvieron de excusa al régimen castrista para atornillarse indefinidamente en la satrapía de todos conocida, con la represión a la disidencia, la eliminación de la libertad de expresión y una economía en crisis permanente.

Los pueblos latinoamericanos, aparte de la ya voz inaudible de bolivianos y nicaragüenses, deben tener, frente al caso venezolano, una capacidad de acción mucho más contundente y más allá de la retórica, a través de una reunión de primeros mandatarios con resultados efectivos. La acción conjunta, desde la OEA, con base en todos los elementos que brinda la Carta Democrática, implica, por ejemplo, que el régimen madurista y sus áulicos sean procesados en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, bajo la solicitud de los presidentes antedichos.

El caso venezolano, como en su momento debió ocurrir con el cubano, trata ante todo de un ataque sistemático a los derechos humanos, incluido en este la hambruna a que ha sido sometido el pueblo en uno de los países con mayor riqueza del continente.

Las muertes cotidianas y consecutivas no pueden, bajo ningún motivo, quedar impunes y ameritan, desde luego, esa cabeza de proceso al régimen madurista ante la CIDH, lo mismo que un expediente ante la Corte Penal del Estatuto de Roma, por las violaciones al Derecho Internacional Humanitario.

La Constituyente madurista no es más que la mampara del régimen del terror, como en las épocas de Danton y Robespierre. La diferencia está en que los derechos humanos y el DIH ya no permiten la virulenta laxitud de entonces.

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