Paso firme en reajuste al proceso de paz | El Nuevo Siglo
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Domingo, 1 de Julio de 2018
Unidad de análisis
Paulatinamente, el acuerdo y su implementación han ido encontrando las limitaciones y modificaciones que pudieron haberse precavido desde el principio, manteniendo su naturaleza dentro de los cauces constitucionales. Hoy la nueva realidad política marca una línea de acción distinta para las ramas Ejecutiva, Legislativa y Judicial. Ello explica por qué las reformas a la JEP aprobadas esta semana en el Congreso, en modo alguno, se pueden considerar caprichosas o accidentales. Todo lo contrario, marcan una hoja de ruta a seguir.

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La justicia transicional, incluida en los acuerdos entre el gobierno Santos y las Farc dentro de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), ha mantenido en vilo al país durante casi un lustro.

La última controversia, ocurrida esta semana, se debió al ajuste logrado por la coalición encabezada por el Centro Democrático, en el Congreso de la República, para poner límites a los tribunales de justicia alternativa en el tema de extradición de los guerrilleros reincidentes, así como establecer una sala especial, con los magistrados atinentes, para el juzgamiento de los militares y policías que se extralimitaron en sus funciones en el transcurso de la defensa del Estado y la ciudadanía frente a la agresión terrorista de la subversión.

El proceso de paz con las Farc, como se sabe, tuvo diferentes hitos durante el doble mandato del presidente Juan Manuel Santos. El primero, por supuesto, consistió en que se haría un proceso de solo meses. Entonces se arguyó que las conversaciones con las Farc no llegarían a un año y que en ese sentido Colombia tendría un marco jurídico expedito para que la guerrilla más antigua entregara finalmente las armas.

De hecho, las conversaciones se venían adelantando en secreto, pero los contactos se filtraron y se hicieron públicos antes de lo presupuestado. Aun así se insistió, en octubre de 2012, en que el proceso sería muy corto y estrictamente relacionado con una agenda concertada, cuyo finiquito solo sería público cuando los puntos fueran completados. En todo caso se pactó el “fin del conflicto” y, por ende, la entrega de armas en un plazo relativamente mínimo.

Así comenzaron las tratativas en La Habana, con los denominados negociadores plenipotenciarios de ambas partes, prometiendo que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”. Del mismo modo, sin un cese el fuego a la vista, se adoptó el criterio de que en Cuba se negociaría como si no hubiera conflicto armado en Colombia mientras que en Colombia se mantendrían las operaciones militares como si no hubiera negociación en La Habana.

Sin embargo, pese a las promesas de no hacer público nada de lo negociado hasta que no estuviera lista toda la agenda, se decidió romper esa regla y, en vista de que los diálogos no habían prosperado con la diligencia debida, se dieron a la luz pública algunos acuerdos, especialmente en los temas agrícolas, como abrebocas a la reelección del presidente Santos, en 2014. Hasta esa época no se había llegado en la Mesa a los temas más sensibles, como la justicia y la entrega de armas.

Como se recuerda Santos perdió la primera vuelta con el candidato de la oposición, Oscar Iván Zuluaga, presentado por el nuevo partido del expresidente Álvaro Uribe, quien rompió cobijas con el primer mandatario que había prohijado porque se apartó de los postulados de la “Seguridad Democrática”, que habían sido el fundamento del contundente triunfo de Santos sobre Antanas Mockus en 2010.

Tras perder ante Zuluaga el primer round, Santos decidió ampliar su coalición a los sectores de izquierda que respaldaban el proceso de paz y así logró la victoria en la segunda vuelta sobre el candidato del Centro Democrático. Con ello intentó darle un nuevo viento de cola al proceso de paz, para cumplir su palabra de que este se llevaría a cabo en corto tiempo pese a que, para entonces, ya se había superado el límite de los dos años de negociaciones formales.

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Cambio de órbita

Hasta ese momento el proceso consistía en generar las condiciones para la desmovilización de las Farc. Pero con el correr del tiempo en La Habana se pasó a la tesis de que el proceso tenía una órbita superior, con todo aquello que tuviera que ver “directa o indirectamente” con el conflicto, por lo cual los negociadores del Gobierno aceptaron crear un sistema alternativo de justicia, diferente al ordinario.

Bajo esta tesis las Farc dijeron que no aceptarían un solo día de cárcel o confinamiento -al estilo de lo sucedido previamente con el proceso de los paramilitares durante el doble mandato de Álvaro Uribe- y crearon, con ayuda de un asesor español, un sistema por medio del cual su concepción de la “libertad restrictiva”, establecida en el Estatuto de Roma, solo tendría efectos como una limitación mínima a sus actividades, una vez desmovilizados.

La Habana se afincó de esta manera en la tesis de la “justicia restaurativa”, haciendo caso omiso a la justicia retributiva, cambiando de tal modo las penas por sanciones. Es decir que habría, ciertamente, sentencias por los crímenes de guerra y lesa humanidad, pero a la hora de las penalidades ellas solo implicarían ciertas actividades sociales, como la siembra de árboles o la reconstrucción de los inmuebles dañados por efectos del terror, pero no, como se dijo, restricciones efectivas de la libertad.

Además de ello, la naturaleza de las conversaciones entre las dos partes cambió a una órbita superlativa, puesto que en la JEP también se incluiría a todos los civiles que, directa o indirectamente, hubieran actuado en el conflicto durante décadas así como a los militares y policías que hubieran trascendido penalmente el ámbito de sus servicios. De este modo el proceso ya no fue entre el Gobierno y las Farc, sino que intentó comprometer a buena parte de la sociedad colombiana, tanto en su vertiente civil como castrense.

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Guerrilla en declive

A estas alturas, a pesar de que las Farc eran una guerrilla muy diferente a la poderosa de antaño, se había logrado un cese unilateral de acciones ofensivas que fue replicado en la misma medida por los agentes gubernamentales. Aunque las Farc rompieron esa tregua con el asesinato de 12 soldados, a poco se realinderaron las cargas tras el abatimiento de algunos guerrilleros, uno de ellos alias “Jairo Martínez”, plenipotenciario en La Habana y quién había clandestinamente regresado al país. Siguió así la muerte en combate de más comandantes subversivos. De antemano, en medio de los contactos secretos y previo al carácter público de las conversaciones, habían caído “Alfonso Cano” y “El Mono Jojoy”, números 1 y 2 de la organización guerrillera, así como cuadros importantes de los frentes regionales.  Era la misma ruta que se había seguido anteriormente, en las épocas de la “Seguridad Democrática” con la baja de “Raúl Reyes” e “Iván Ríos”. Al mismo tiempo el comandante histórico de las Farc, alias “Tirofijo”, había fallecido por causas naturales, cerca de sus 80 años.

La aplicación del Plan Colombia había logrado, en ese sentido, el repliegue periférico de las Farc y la deserción estaba a la orden del día, drenando irreversiblemente los contingentes de esa guerrilla. En ese escenario las Farc pidieron desde el propio inicio de las conversaciones la firma bilateral del cese al fuego o armisticio. El Gobierno suspendió los bombardeos y, para el armisticio definitivo, en principio se adoptó el criterio de la concentración guerrillera en determinadas zonas del país.

Revés previsible

El tema central, no obstante, seguía siendo el de la justicia. Después de muchos ires y venires, el Gobierno terminó aceptando integralmente la propuesta de los asesores de las Farc, pese a algunas glosas del principal negociador gubernamental. No fueron ellas óbice para sacar el proyecto casi igual, salvo en el tema de que los presidentes de la República no podrían ser juzgados en la justicia transicional sino por la Comisión de Acusaciones de la Cámara, como era expediente tradicional. A ello se añadieron rápidamente las posibilidades de participación en política de los comandantes desmovilizados, otorgándoseles automáticamente el derecho a cinco curules en el Senado y el mismo número en la Cámara de Representantes.

Así se llegó, entonces, a la firma del Acuerdo de La Habana, con miras a someterlo a plebiscito lo más pronto posible. No hubo ni dos semanas para la campaña, a pesar de la necesaria pedagogía de un acuerdo de más de 300 páginas. Aun así, se insistió por parte de muchos sectores críticos en torno a que las cláusulas habaneras determinaban un pacto de impunidad, apenas con sanciones y sin restricción efectiva de la libertad.  El otro flanco de la oposición consistía en que no era dable la participación política de los desmovilizados si no se aplicaban primero los fallos judiciales.

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El Acuerdo de La Habana, formalizado luego en Cartagena y pese a todas las encuestas, fue denegado por el pueblo colombiano. En ello contó, principalmente, el tema de la impunidad y la participación en política. Ya por entonces, asimismo, el Gobierno había cambiado la exitosa estrategia contra los cultivos ilícitos y el país se había anegado de cocaína. Era, veladamente, parte del compromiso con las Farc, aunque se adujo un concepto de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para suspender las fumigaciones con glifosato, sin que tampoco hubiera un cambio de fungicida como era posible. A hoy, Colombia exporta el 90% de la cocaína mundial, lo mismo que tiene la mayor área cultivada del mundo en hoja de coca. Se pasó de 43 mil hectáreas en 2013 a más de 209 mil en 2017.

Frente al duro revés plebiscitario, el Gobierno, luego de reuniones con los voceros del “No”, intentó renegociar el fallido acuerdo de La Habana, pero intempestivamente suspendió el proceso y nunca se llegó a los puntos clave del pacto. Así las cosas, decidió recurrir a una furtiva refrendación parlamentaria, por vía de una resolución dudosa, luego de una nueva firma del acuerdo en el Teatro Colón, de Bogotá.  En el ambiente quedó la sensación de ‘conejo’ al plebiscito. Acto seguido, se desmovilizaron paulatinamente unas 7 mil tropas de las Farc, lo que demostró el débil nivel al que habían llegado luego de tener 18 mil hombres-arma.

Casi de inmediato comenzaron a aparecer las disidencias de esa guerrilla que hoy tienen a zonas del país en vilo y están abiertamente asociadas con los cultivos ilícitos. De la misma manera, el armamento entregado nunca se puso a la luz pública del país, ni fue escrutado individualmente. Así como una parte del arsenal quedó en manos de las disidencias, otros remanentes de armas en las caletas nunca fueron encontrados.

Accidentada implementación

Al ver que el proceso de paz no había sido cosa de meses sino de años prolongados, se recurrió en la misma medida a decir que una era la fase de negociación y otra la de implementación. En ese sentido, pues, el Acuerdo del gobierno Santos con las Farc parecía más bien un protocolo pendiente de desarrollo legal. Incluso en el mismo pacto se establece que la justicia transicional puede tomarse de 10 a 15 años, así como la activación de otros aspectos, lo cual significa que se combinó una especie de vigencias políticas futuras.

Todo ello al trascender los linderos del proceso e incluso los mandatos del presidente Santos, se amarró igualmente a que el Congreso no podía modificar las leyes pertinentes, sino hacer de simple notario para aprobarlas o denegarlas. Aunque en principio la Corte Constitucional favoreció el tema, meses después emitió una sentencia de acuerdo con la cual el Parlamento recuperaba sus atribuciones de hacer las modificaciones que a bien tuviera.

Bajo el primer régimen, el Legislativo había emitido el Acto Legislativo incorporando la justicia transicional a la Constitución, prácticamente sin cambiarle una coma. Pero luego, en la Ley Estatutaria correspondiente, la Corte permitió al Congreso hacer los cambios atinentes. Fue, entonces, cuando el mismo Alto Tribunal profirió un fallo ajustando partes fundamentales del Acto Legislativo de la justicia transicional que había sido aprobado por los parlamentarios.

En primera instancia sacó a los civiles del juzgamiento por parte de esa jurisdicción extraordinaria, denegando una de las principales aspiraciones de los negociadores de La Habana. Igualmente acabó la pretensión de autonomía total de esta jurisdicción, referida al sinnúmero de casos del conflicto armado, y le quitó el carácter de organismo de cierre. Del mismo modo amparó la acción de tutela. Y, en otros casos, acotó debidamente el funcionamiento.

Bajo esa perspectiva, el Congreso, casi en paralelo, pasó a modificar el proyecto de Ley Estatutaria de la justicia transicional que estaba en curso en el hemiciclo. Así el proceso entre el gobierno Santos y las Farc volvió, en una buena proporción, a su naturaleza inicial, es decir a un acuerdo entre dos partes, sin involucrar a los civiles que naturalmente quedaron sujetos a la justicia ordinaria, en caso de conductas delictuales. También se incorporaron cláusulas para impedir la tendencia ideológica de quienes podrían presentarse a magistrados de la jurisdicción especial.

En el transcurso, por igual, el Congreso, una vez recuperadas sus facultades, cambió otros elementos del proceso, como las proyectadas 16 curules para las víctimas en la Cámara de Representantes que, al crearlas, parecían favorecer a las Farc. No consiguió la iniciativa el quorum reglamentario, aunque el Gobierno hizo lo imposible para tratar de ponerlas en vigencia. Las autoridades jurisdiccionales, no obstante, dieron la razón al Parlamento.

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Viraje al ajuste

Lo anterior fue el abrebocas, asimismo, de la reciente campaña parlamentaria donde el electorado privilegió a los partidos afectos a lo que podría llamarse la centro-derecha. Más tarde se dio curso a la campaña presidencial, donde el mismo sector ganó nítidamente sobre lo que podría llamarse el bloque de centro-izquierda, consiguiendo alrededor de 10 millones y medio de votos en cabeza del hoy presidente electo, Iván Duque.

En esas condiciones, parecía obvio que de inmediato debía seguir adelantándose la adecuación de la justicia transicional, tal y como había sido promesa de campaña, y según venía configurándose en el último año. Ajustado por la Corte Constitucional el Acto Legislativo e incorporado el sentido de ese fallo en las cláusulas de la Ley Estatutaria, quedaba pendiente la Ley ordinaria de reglamento, en trámite en el Congreso. Surtidas las elecciones presidenciales, los parlamentarios de la nueva coalición, bajo la coordinación de Paloma Valencia, senadora del Centro Democrático, procedieron a reglamentar dos de los temas más sensibles que habían quedado pendientes: la extradición a los desmovilizados reincidentes y el tratamiento especial a los miembros de la Fuerza Pública que habían extralimitado sus funciones en su defensa del Estado contra la agresión subversiva.

En esa dirección el Congreso aprobó esta semana la ley reglamentaria. En el caso de las extradiciones, la jurisdicción especial no tendrá ninguna función diferente, frente a la justicia ordinaria, a la de establecer si los delitos del implicado fueron cometidos antes o después del acuerdo de paz. Y para el caso de los soldados y policías, pendientes de sanciones en la justicia transicional, no quedarán sujetos a los mismos tribunales de los subversivos, sino que tendrán una sala especial, una vieja propuesta desde las épocas del plebiscito.

Paulatinamente, pues, el proceso de paz y sus derivaciones han ido encontrando las limitaciones que pudieron haberse precavido desde el principio, manteniendo la naturaleza para la que fue concebido, dentro de los cauces constitucionales.  Así lo han venido entendiendo las diferentes ramas del poder público, especialmente la Legislativa y la Judicial.  Ahora toca el turno a la Ejecutiva, donde el Presidente electo ha logrado un triunfo, con los últimos ajustes, inclusive antes de haberse posesionado, al mismo tiempo de que la nueva coalición ha comenzado a funcionar. A no dudarlo, un nuevo escenario político, tal y como fue dictaminado en las urnas.