La impronta de la ética | El Nuevo Siglo
Viernes, 8 de Junio de 2018
  • La corrupción, germen de la anarquía
  • Falsos dilemas de campaña presidencial

 

La cantinela de que un gobierno del candidato favorito en las encuestas tendría un sello vicioso, por estar allí congregados unilateralmente la mayoría de los partidos políticos, solo pretende minar de antemano lo que resulta imperativo para las grandes reformas que, de modo apremiante, necesita el país.

Es por ello lógico que, una vez posesionado, el nuevo presidente deba movilizar la mayor cantidad de fuerzas posibles, en el Congreso, a fin de lograr en el término de la distancia aquellas modificaciones institucionales y administrativas que se han represado en los últimos tiempos y hoy exigen actuar con responsabilidad, tino y sin pausa.

Para ello, por supuesto, se requiere poner en práctica una política limpia, en la cual preponderen las ideas y los programas sobre cualquier otra forma de convocatoria parlamentaria puesto que es desde allí, desde el cambio de actitudes y conductas, como pueden avocarse las soluciones a los ingentes problemas nacionales. Pocas veces, como en la actualidad, medios transparentes para lograr los fines propuestos resultan motivo de escrutinio público y elemento insoslayable. No es, simplemente, lo que llaman una veeduría, sino la adquisición evidente de consciencia política por parte de la ciudadanía colombiana y el hecho perentorio de que nadie aguantará mantener el agudo pragmatismo y el inmoralismo de que se ha hecho gala últimamente en las tres ramas del poder público y muchos frentes en todos los niveles del aparato estatal. Ningún fin, por más necesario y positivo que parezca, podrá lograrse en adelante a partir de las malas rutinas en el servicio público que los ciudadanos han venido rechazando, hasta la indignación, y que no tienen como producir frutos de bendición, por estar podridas de raíz. De manera que la reforma inicial, inmediata, impostergable, nacerá de forma automática y natural de replantear las costumbres, no en cuanto plataforma legal, sino como razón de ser temperamental y expresión nítida de una manera positiva de gobernar.

Así ocurrió, por ejemplo, cuando Antanas Mockus accedió a la alcaldía de Bogotá. No hubo, entonces, grandes cambios normativos para asegurar la moralidad pública. Bastó con que el mandatario local desterrara las nocivas conductas precedentes, a partir de su propio ejemplo y de establecer consignas tan sencillas como que “los recursos públicos son sagrados”, para dar un viraje cardinal en todo el ámbito administrativo, incluso dentro del Concejo Distrital que actuó en consonancia, pese a que el burgomaestre prácticamente no tenía representación edilicia ni mayorías políticas. Fue en esa época que la ciudad vivió una etapa de esplendor, logrando una sinergia de tal magnitud, entre la alcaldía y la corporación, que se dio curso a un modelo que, fundamentado en la pedagogía y las buenas prácticas, produjo un avance gubernativo sin par que mereció reconocimientos nacionales e internacionales. Un modelo, a su vez, que en buena medida logró mantenerse en el tiempo hasta que vino el infausto gobierno del Polo Democrático en que campeó la piratería y el fraude y se abrió el camino a los estragos posteriores.            

Desconocer que, como entonces en Bogotá, Colombia vive una época de “regeneración o catástrofe”, esconder que el germen más letal y palpable de la anarquía reinante es la corrupción, sería tanto como condenar al país a la infección y purulencia crónicas. El antídoto, como está dicho, no nace necesariamente de la legislación, sino de una actitud rotunda frente al fenómeno denigrante. La ética no es ni puede ser una plataforma política, sino que mucho más allá proviene de una filosofía, es decir, de una forma de ver la vida. Su aplicación, por tanto, germina primordialmente de la consciencia y por eso es a todas luces estrambótico decir que la corrupción es “inherente a la naturaleza humana”, como alguna vez un procesado lo señaló. Por el contrario, un desatino de semejante tenor radica en el desconocimiento absoluto del libre albedrío y la capacidad de discernimiento personal. Es decir, nada menos y nada más, que anula la libertad como medio de civilización. Es desgraciadamente por extravagancias conceptuales de este tipo que se requiere de la ley positiva para codificar las conductas sociales, imponer los límites, catalogar los deberes, establecer los derechos, pero no por ello deja de ser una realidad que la consciencia, la educación, la ética, la cultura, el sentido común, la fraternidad, entre otros elementos, anteceden todo marco jurídico y son características prevalentes de un orden colectivo solidario.

La pretensión de asociar la figura del candidato que puntea en los sondeos con prácticas malsanas es un despropósito de campaña. Desde luego, si gana, tendrá que trabajar con unos partidos purificados a partir, precisamente, de su propio ejemplo y procedimientos, al igual que Antanas Mockus en su momento. Nada augura que no sea así.