Cada loro en su estaca | El Nuevo Siglo
Martes, 8 de Mayo de 2018

Colombia no es un país minero porque son modestas sus reservas probadas de carbón, oro y níquel, que son sus principales renglones de producción y exportación del sector minero, pero tiene un enorme potencial por desarrollar. De los recursos naturales no renovables podemos decir que es mejor tenerlos y no necesitarlos que necesitarlos y no tenerlos.

Y los necesitamos, prueba de ello es que el Gobierno central pasó de recibir $29 billones provenientes de la actividad extractiva en 2013 a cero pollito el año pasado, con lo cual se abrió un enorme hueco fiscal, de tal tamaño que la reforma tributaria aprobada en 2016 fue solo un paliativo y los recortes presupuestales no se han hecho esperar. Eso ha significado menos recursos para invertir en infraestructura y para el financiamiento del gasto social, porque no hay a la vista a corto plazo otra fuente de ingresos que pueda suplir los que se dejaron de recibir por la caída de los precios del petróleo, del carbón, el oro y el ferroníquel, que solo desde el año pasado empezaron a reaccionar.

No hay actividad humana que no tenga un impacto económico, social y ambiental y la actividad minera no es la excepción. De lo que se trata, entonces, es que se minimice dicho impacto, se mitigue y se repare, cuando hay lugar a ello. Y eso es posible con la Minería bien hecha, esto es que no sea depredadora del medio ambiente y se impongan las buenas prácticas operacionales, cumpliendo con los estándares más exigentes y el buen relacionamiento con las comunidades del entorno, que deben ser las primeras beneficiarias.

En los últimos años se ha venido dando un escalamiento del enfrentamiento de las comunidades con las empresas mineras que operan en sus territorios, poniendo en riesgo la actividad extractiva. Son varios los factores que han exacerbado la conflictividad en las zonas en donde se desarrolla la actividad minera, principalmente la falta de un ordenamiento del territorio, la ambigüedad sobre las competencias propias de la Nación y de las entidades territoriales, así como la falta de reglamentación tanto de las consultas previas como las consultas populares. A ello se vienen a añadir los vacíos jurídicos que dejo la declaratoria de inexequibilidad por parte de la Corte Constitucional de la Ley 1382 de 2010 que reformaba la Ley 685 de 2001 y la renuencia del Gobierno y el Congreso de tramitarla nuevamente, como se lo pidió la Corte, sin que se mosquearan siquiera para hacerlo.

Estos vacíos en el ordenamiento legal, así como la colisión de competencias entre la Nación, los departamentos y municipios, han dado pábulo para el activismo judicial. Lo reconoce el propio Presidente de la Corte Constitucional Alejandro Linares, cuando afirma que “quien debe definir el tema, para mí, es el Congreso de la República. Al final del día, los jueces resolvemos los problemas porque nadie más los resuelve”.

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*Miembro de Número de la ACCE