Las vidas de “44 escritores de la literatura universal” | El Nuevo Siglo
Foto Agence France Press
Lunes, 15 de Mayo de 2017
Vivián Murcia G.*

Suena a lugar común pero mejor advertirlo antes de que algún lector, con ganas de hacerse el suspicaz y arrogante, lo diga: no son todos los que son, ni están todos los que son. Una lista de escritores universales jamás quedará completa. Los gustos en la literatura varían de acuerdo con el lector, con la forma de divertirse leyendo o de aprender leyendo.

Por eso, el libro 44 escritores de la literatura universal (Siruela) de Jesús Marchamalo e ilustraciones de Damián Flores no pretende ser el inventario de los mejores escritores, es un libro muy entretenido que se presta como guía para conocer algunas curiosidades de los autores elegidos.

¿Por qué 44? porque son los escritores que el autor ha estudiado en detalle, en altísimo detalle. Que nadie se engañe porque aunque a cada autor se le dedica una media de tres páginas, son suficientes para conocer detalles que ni aparecen en Wikipedia ni en ningún texto académico sesudo de Filología.

 Tomando como pretexto el Día del libro, que se conmemora el 23 de abril, los lectores podrán echarle un vistazo y conocer algunas anécdotas, desgracias y locuras de quienes escribieron obras que, cómo negarlo, son maestras. También es el pretexto para que las compren y las lean, claro.  

Un rasgo común que comparten casi todos los autores reunidos en este libro es la crisis personal que ya sea por la pobreza, una pésima niñez o una adultez envuelta en guerras hicieron que estos personajes transitaran por el largo y tortuoso camino de las palabras.

Camus, el billete de tren

Fue un niño en uno de esos barrios vocingleros, de olor pesado a especias y pescado de Argelia. Su padre, un recuerdo lejano: una caja con fotos amarillas y una cruz militar. El joven Camus trabajó en una ferretería, como agente de aduanas, fue periodista, actor, portero en un equipo de fútbol y se hizo profesor, siempre becado. Colaboró con la Resistencia en la lucha por la liberación de Argelia.

Tal vez, amedrentado por el tiempo iracundo que le tocó vivir, se convirtió en uno de los príncipes rebeldes de la época. Un santo laico al que los jóvenes le rendían culto en los bares que, de noche, se llenaban de existencialismo, humo, jazz y alcohol. Luego fue el Nobel, cuando todavía no había cumplido 44 años. Tres meses más tarde murió en un accidente de coche. Los gendarmes encontraron en un maletín el manuscrito de El primer hombre y en un bolsillo el billete de tren para ese mismo viaje que decidió hacer en coche por invitación de un amigo que también murió.

 

Faulkner, fumando en pipa

William Faulkner, sin u, porque fue su primer editor el que, para darle mayor envergadura, decidiría añadir a su apellido una vocal. Fabulador, mentiroso, huraño, taciturno, esquivo, borde...cuando ya era un autor de éxito una revista le ofreció 5.000 dólares para que relatara su vida, y él les contraofertó la misma cifra para que le dejaran en paz.

Luego está la leyenda; esa parte de alcohol, y de noches oscuras y botellas de Whisky. Bebía de tal manera que en Hollywood, cuando trabajó de guionista, firmó una cláusula en la que se comprometía a mantenerse sobrio. Y, ahí anduvo, trabajando en una máquina de escribir que nunca quiso cambiar.

 

Fitzgerald, los felices veinte

Al joven Fitzgerald podemos suponerle, de entrada, una infancia difícil. «Mi padre es un imbécil. Mi madre una neurótica», escribió. Un padre guapetón, pero indolente y una madre con expresión ceñuda en las fotos. Fue a Princeton, donde obtuvo algunas de las peores notas que se recuerdan, y donde se encargó del grupo de teatro y de la revista. Fitzgerald, elegante y meloso, ligón y mujeriego era un seductor impecable.

Se cuenta que en los bailes, en los felices veinte que vivió como nadie, siempre les regalaba un adjetivo: “Tengo un adjetivo para ti”, les decía. Acabó casándose con Zelda, con quien mantuvo una relación rugiente y destructiva, regida por el alcohol, la infidelidad, los abandonos, el desamor y la literatura. Todo se rompió. Él vivió sus últimos años flotando en un mar de barbitúricos. Tomaba Veronal, Nembutal y Barbitol para el insomnio, y Benzedrina y café para poder ponerse de pie por la mañana. Ella en una sucesión interminable de sanatorios y clínicas. Dejó 600 dólares, en un sobre, al morir, para el entierro, y una caja repleta de cumplidos: “Eres un cristal claro”, “Un vidrio soplado que el sol atraviesa, de repente”.

 

Woolf, la dama de la escritura

Tuvo una nómina extensa de gatos y perros. Y una habitación propia. Pequeña y luminosa, impersonal y sobria. Junto a su esposo tuvo una editorial, Hogarth Press, en la que publicaron Ellliot, Gorki, Rilke y Freud. Tuvo un miedo feroz, irracional, lento y agonizante, a la locura. Temía lo que le pasaba como la visita de su madre muerta. Una mañana oyó voces que le hablaban solo en el interior de su cabeza.

Los nazis bombardeaban Londres, a diario, y desde el jardín veía cruzar los aviones Junkers, que traían la bodega llena de incendios, amputaciones, demolición y muerte. Dejó media docena de cartas, cogió una caña de pescar y desapareció. Encontraron su cadáver en el río dos semanas más tarde con los bolsillos llenos de piedras.

 

Pessoa, sociedad limitada

Es cierto que cuando entraba en uno de los cafés que frecuentaba en su natal Lisboa, elegía siempre una mesa grande porque con él se colaban, sigilosos, más de una docena de tipos -seudónimos, heterónimos, ortónimos-, cada uno con su nombre y apellidos con los que firmó diferentes libros. Fernando António Nogueira Pessoa vivió con un miedo insuperable a la locura. Recordaba a la abuela paterna, Dionísia Estrela, y aquellas peroratas terribles cargadas de palabras malsonantes, explosivas, que murmuraba ante los niños.

La abuela perturbada, ida, la abuela loca. Hay dos o tres retratos de él con su inseparable sombrero de ala, gafas de miope, ojillos vivarachos y un bigotito recortado como un triángulo isósceles. Así, con una pequeña maletita de cuero, caminaba a diario, el paso decidido, por la Lisboa del sol y la neblina, rumbo a su vida tranquila y metódica. El resto fueron empresas ruinosas, inventos absurdos -la carta sin sobre, el anuario internacional- y alcohol de cirrosis. Cuando murió dejó un baúl lleno hasta arriba de papeles. Un universo que hay que transitar con mapa, o mejor con planisferio.

(*) Directora del PortalVoz en Madrid. Sígala en @vivimur83 / @elportalvoz