Templar las riendas | El Nuevo Siglo
Domingo, 15 de Abril de 2018
  • Un acuerdo de paz que hace agua
  • Riesgos advertidos alejan posconflicto

Secuestros que terminan en asesinato de los cautivos; atentados terroristas que cobran varias vidas de uniformados; cabecillas guerrilleros señalados de negocios del narcotráfico; escándalos de corrupción con dineros que deberían invertirse en las zonas más afectadas por el conflicto armado; tensiones con países vecinos por cuenta del desborde fronterizo de la confrontación; ultimátum a los grupos violentos en torno a que si continúan por la senda de la barbarie se les cerrará cualquier ventana de beneficios penales para que se desarmen y reinserten… Un inventario de situaciones críticas que años atrás eran, lamentablemente, nuestro pan de cada día, por ser la Colombia de entonces un país que sufría una guerra intestina y sin cuartel, en la que a diario inocentes engrosaban la interminable lista de víctimas.

Sin embargo, ese inventario no corresponde al pasado, sino a lo que ocurrió esta semana con la infame masacre a manos de disidencias de las Farc del equipo periodístico del diario El Comercio, la captura de un excabecilla desmovilizado de esa guerrilla que estaría planeando vender 10 toneladas de cocaína a un cartel mexicano, el ataque a una patrulla policial en Antioquia que dejó ocho uniformados asesinados, la judicialización de las graves anomalías en contratación con los dineros de los fondos cuenta para financiar el posconflicto, los reclamos de Ecuador por la afectación de su territorio y población a manos de guerrilleros de nuestro país y las advertencias a las bandas criminales en torno a que si persisten en la violencia el Congreso no apoyará el proyecto de ley presentado por el Gobierno que permite una rebaja de penas a los integrantes de las “bacrim” que se sometan a la justicia de forma colectiva.

Cuando se firmó el acuerdo de paz entre el gobierno Santos y las Farc se dijo a los cuatro vientos que el país entraba en una era de disminución efectiva y cuantificable de la violencia. Incluso a cada tanto se ponen sobre la mesa una cascada de estadísticas con las que se trata de demostrar que el pacto habanero está dando frutos. Sin embargo, las evidencias parecen contrariar esa tesis. Hay un innegable  rebrote de la violencia por cuenta de las disidencias de las Farc, el Eln, las bandas criminales, los carteles del narcotráfico y la delincuencia común. En muchas zonas esa palabra tantas veces repetidas en los últimos años, “posconflicto”, no pasa de ser una anhelo lejano.

Dirán los expertos que un acuerdo tan complejo como el firmado con las Farc necesita tiempo para aterrizarse y que no se puede pedir que en apenas año y medio de vigencia la fase de implementación haya avanzado sustancialmente. Incluso hay analistas que sostienen que el acuerdo de La Habana no fue un punto de llegada, sino de partida y que lo más difícil, sin desconocer la complejidad de la negociación tras cinco años de tratativas secretas y públicas, está por venir. Esto es cierto, nadie pensaría que alcanzar una paz estable y duradera sería un automático. Hasta el más desinformado de los colombianos sabía que incluso desarmando a las Farc quedaban otros actores violentos operando en el territorio, a los que habría que derrotar por la vía de las armas, la judicialización, una salida política u ofreciéndole alguna flexibilidad penal.

Sin embargo detrás de lo ocurrido esta semana no están hechos o situaciones exógenas a la firma del acuerdo o, al menos, a lo que debió hacerse una vez este se firmó y empezó a implementarse desde el punto de vista procedimental. Por ejemplo, el fortalecimiento de las disidencias de las Farc tiene su génesis en la demora del Estado para copar el territorio dejado por quienes aceptaron desarmarse; igual ocurre con las bandas criminales que han tenido un crecimiento exponencial en regiones en donde antes operaba la hoy guerrilla desmovilizada; también es evidente que el auge del narcotráfico fue una consecuencia de la forma en que se negoció en La Habana el programa de incentivos a la sustitución de narcocultivos; incluso aunque siempre fue claro que la reincidencia criminal ocasionaría la pérdida de beneficios políticos, jurídicos y económicos a los reinsertados, esa frontera entre el delito político y el narcotráfico como delito conexo continúa siendo difusa. Incluso, los presuntos casos de corrupción en el manejo de los fondos de cooperación internacional estaban tan advertidos que hace un año el propio Presidente de la República anunciaba intensa vigilancia y auditoría externa sobre los mismos, algo que, a la luz de las anomalías denunciadas, no se cumplió a cabalidad.

Es claro, en ese orden de ideas, que el acuerdo de paz necesita un manejo más gerencial, no solo por lo ya descrito sino por otra gran cantidad de falencias que se han evidenciado en el último año y medio. El saliente gobierno, así le resten apenas cuatro meses, debe templar las riendas de un proceso de implementación que está haciendo agua porque no se neutralizaron eficientemente riesgos advertidos con suficiente anterioridad. La ocurrido en la última semana no es propio ni natural de un país que hace menos de 15 meses firmó un pacto en pos de la paz estable y duradera. Todo lo contario, es un preocupante déjà vú de la Colombia de hace unos años en la que la violencia era el pan de cada día. No podemos volver a esa infausta época.