La falacia del “empate militar” | El Nuevo Siglo
Domingo, 30 de Abril de 2017

Desde el punto de vista de la representación política resulta bastante contrastable el proceso de paz del M-19 con el de las Farc. En tal dirección, no dejan de ser curiosas las circunstancias en que terminaron estas guerrillas después de los diálogos correspondientes a su desactivación. Es consenso general, en todo caso y entre la grandísima mayoría de la sociedad colombiana, aquella por completo ajena a convertir el imaginario guerrillero en un círculo virtuoso de nuestra historia reciente, que la llamada salida política tuvo de fundamento una derrota militar previa y que por consiguiente apareció la negociación como tabla de salvamento.

No son muy dados los “violentólogos” a ver las realidades a través de este foco por cuanto dentro de la supuesta teoría del “conflicto” colombiano, base de los estudios enciclopédicos que emergieron en el país desde la década del sesenta y cobraron pretensión de verdad revelada en los años ochenta, hasta hoy, lo esencial consistía y todavía consiste en equiparar las fuerzas legítimas del Estado con las rebeldes. Sobre esa base, en la nación se instauró, como dogma insoslayable, la tesis del “empate militar”. Inclusive esto fue así desde que un ex general, Rafael Matallana, lo dijo, dándole un carácter preminente a los alzados en armas. Lo que sirvió, a su vez, para que al oficial en retiro le raparan la mano, se estableciera su doctrina personal de formulación indiscutible y con los alcances de pretensión académica que dominó, desde entonces, tanto en algunos centros universitarios como dentro de ciertos sectores adscritos de la opinión pública, ambos proclives a los dictámenes de la élite “violentológica”.

Aun así, y ya vistas las cosas en la perspectiva que de algún modo otorga la actualidad con una sola guerrilla vigente y de vigor renovado (la del ELN), es posible determinar que el “empate militar” fue más bien una abstracción grandilocuente que una realidad contante y sonante. Es obvio, por descontado, que la guerra de guerrillas consiste en atacar al Estado como las hormigas al elefante, es decir, dentro del desequilibrio propio de una fuerza convencional, regida por normas, y una pequeña e irregular cuyo objetivo, sin siquiera cumplir los cánones del Derecho Internacional Humanitario, como ocurrió en Colombia, es la victoria donde el fin justifica los medios, a rajatabla y sin cuartel, como hubo una plétora cotidiana de ejemplos, en el país, en medio de todo tipo de depredación, terror y barbarie. Pero que ello aconteciera era precisa y paradójicamente la demostración de que, en el fondo, no había tal “empate militar”, sino la recurrencia de los alzados al terrorismo, con la población de carne de cañón, precisamente por la incapacidad de enfrentarse directamente a las tropas establecidas. Y esa fue la ruta que llevó, para el caso, al M-19 a la esquizofrenia máxima en la hecatombe del Palacio de Justicia. Lo que, como se sabe, fue el punto de inflexión de su autodestrucción. No por ningún “empate militar”, sino por un gigantesco y sangriento error de cálculo en lo que pensaban era la oportuna aceleración de sus propósitos subversivos y, en particular, con el objeto de copar los reflectores y conquistar la preminencia rebelde frente a otros bandos, nada menos que con un juicio presidencial en la plaza de Bolívar, además de quien por primera vez y a nombre del Estado les había tendido la mano para una solución pacífica, incluso con una amnistía previa.

No obstante, como el M-19 se declaraba una guerrilla urbana, la tesis del “empate militar” siguió haciendo carrera para las otras manifestaciones rebeldes, básicamente rurales, pese a que una de ellas, la entonces poderosa del EPL, sufrió el copamiento militar de sus enclaves en la Costa Atlántica, al mismo tiempo de la desactivación posterior del M-19 luego del escabroso secuestro de Álvaro Gómez Hurtado, por lo que también el grueso de esa agrupación se acogió a la negociación y los disconformes fueron a la larga sometidos a prisión o reducidos.

Durante las dos décadas siguientes y con base en la abstracción del “empate militar”, las Farc entonces buscaron de soporte de su estrategia de terror, en ascenso, el estatuto de beligerancia internacional, a fin de conquistar el reconocimiento de semi-estado, de lo que asimismo hizo parte sentarse a la renovada mesa de diálogos, en el Caguán. El único presidente que cayó o promovió la trampa de la beligerancia, antes, durante y después de las conversaciones, fue Hugo Chávez, en Venezuela, sin éxito alguno frente a ese reconocimiento obsoleto, en ningún país vecino ni del orbe, a pesar de sus reiteradas solicitudes públicas. En efecto, no sólo las Farc habían perdido toda iniciativa política nacional o en el exterior, al darse por terminado el Caguán a raíz de prevalecer ostentosamente su voluntad belicista, sino que habían despreciado las posibilidades del Plan Colombia, un programa concomitante por medio del cual se reestructuró, afianzó y modernizó el estamento castrense colombiano, y cuya aplicación al corto, mediano y largo plazos fue, a no dudarlo, el detonante que paulatinamente demostró que el aducido “empate militar” no era sino una elucubración emergida de los escritorios de la “violentología”.

Nunca, en ese sentido, cobró mayor vigencia la frase sencilla del expresidente Alfonso López Michelsen según la cual primero había que derrotar a la guerrilla para después negociar los términos del armisticio y el desmonte. Eso fue lo que ocurrió, en todos los casos. Ahora, que los alcances y los mecanismos gubernamentales de la negociación con las Farc sigan suscitando polémica, frente al anterior predicamento, es otra cosa. Mucho más, claro está, cuando la nota política predominante de todo el proceso fue el descalabro de los acuerdos en el plebiscito, como indefectiblemente, en un juicio imparcial, será de constancia para la historia.

En tanto, esta semana se terminó de cumplir el “fast track” para las diez curules automáticas de las Farc, en Senado y Cámara. No deja de ser ello una paradoja frente al M-19 que, antes de su disolución, tuvo enfrente y participó mayoritariamente nada menos que de una Asamblea Nacional Constituyente popular, por lo demás propuesta original de muchas décadas atrás del EPL, y que en modo alguno negoció y fue fruto del consenso nacional. Gajes para la “violentología”….