El mareo de la política internacional | El Nuevo Siglo
Domingo, 23 de Abril de 2017

En el mundo contemporáneo la política internacional es parte fundamental de un gobierno. Mucho más hoy cuando las determinaciones suelen tomarse más rápidamente que antes por efectos de la tecnología, el mundo está plenamente globalizado y se producen reacciones inmediatas en las plataformas electrónicas de los medios y en las redes sociales. De modo que la línea de acción debe estar claramente determinada de antemano y los preceptos sobre los cuales se actúa deben condensarse previamente para luego desarrollarlos a través de la Cancillería como tarea gubernamental de primer orden, bajo la dirección presidencial, adecuándose, en cada caso, al escenario correspondiente bajo los principios ya adoptados.

La Constitución colombiana, prevalida de este concepto, le dio a la política internacional un carácter multipartidista y un alcance de acción de Estado al crear la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores. En este órgano consultivo del Presidente de la República, cuyos dictámenes no son obligatorios, se sientan por derecho propio los expresidentes y existe un cupo para el Congreso y algunos otros integrantes de reconocida experticia. La idea entonces, como hoy, era la de que el país no presentara fracturas en este aspecto y se mirara como un todo, tanto en el escenario del exterior al igual que en el debate nacional cuando se trataba de este tipo de temas. Era, de algún modo, la fórmula que la Constituyente de 1991 encontró a mano para generar el mayor consenso posible en asuntos que, por sus características, tienen incidencia en el largo plazo, comprometen los altos intereses de la nación y son definitivos en la manera en que el país se inserta en el concierto mundial.

Ese acuerdo mínimo es, por supuesto, el que precisamente hace tiempo dejó de sucederse en el país. La política internacional, antes de ser motivo consensuado, es hoy por el contrario uno de los teatros de mayor pugnacidad entre el oficialismo y la oposición. Una cosa, ciertamente, es la teoría que trató de implantar la Constitución y muy otra la práctica en lo que suele ser uno de los puntos álgidos del debate político. En la actualidad, por ejemplo, uno de los casos más sensibles de la política internacional colombiana, el pleito con Nicaragua por las aguas territoriales en el Caribe occidental, que vamos perdiendo de forma calamitosa luego de que nos fueran amputados 80.000 kilómetros cuadrados tras de aceptar y matricularnos anticipadamente en la doctrina de lo “salomónico”, no tiene ninguna certidumbre de cómo termine y se ha llegado al punto de que el país, tradicionalmente respetuoso de las sentencias de La Haya, se pasó al extremo contrario hasta practicar la nociva y peligrosa tesis de la no comparecencia. Se espera, claro está, que los fallos sean favorables frente a las dos demandas pendientes pero, en la arena movediza en que se da el caso, la sorpresa podría ser mayúscula. Cualquier día, quiera la Providencia que no, podemos despertarnos con que los linderos nicaragüenses llegan a unos kilómetros de Cartagena.

Esto, por descontado, está hoy en el olvido puesto que son otros temas los que suscitan la atención, en particular durante esta semana. Uno de ellos, precisamente, Venezuela. Desde hace ya años la política gubernamental adoptó la tesis del “nuevo mejor amigo”, con base en la certeza de que el régimen chavista completaría la cuadratura del círculo y aceitaría la desmovilización de las Farc. Durante el prolongado período, con esa tesis en franco desarrollo y consolidación, ocurrieron todo tipo de desmanes en el país vecino hasta someter al pueblo a la hambruna indecible y abolir a rajatabla los canales democráticos. Casi nada dijo el Gobierno o si lo hizo casi siempre fue tarde y con guantes de seda, ni siquiera recientemente cuando el mismo vicepresidente colombiano fue insultado de forma repetida por el sargentón mayor y hubo después una ocupación militar del territorio nacional. Ahora, luego de arrasar las legítimas protestas venezolanas con toneladas de gases lacrimógenos y dejando de nuevo una estela de muertos, circunstancias que ya se habían presentado en otras ocasiones, ya no hay política internacional colombiana del “nuevo mejor amigo”. Tampoco se sabe muy bien cuál sea la política. Puede ser la del “amigo”, pero no la del “mejor amigo” o la que se deba inventar a trasmarcha de los acontecimientos y a contracorriente de lo sostenido y practicado durante tan largo trecho.

La otra pata está, claro, en los Estados Unidos. El Gobierno siempre estuvo cómodo con lo que consideraba el seguro triunfo de Hillary Clinton, hasta el punto de que, en plena campaña electoral norteamericana, su Fundación, en el ojo del huracán, fue visitada por el Jefe de Estado colombiano. A poco ganó Donald Trump. Ahora la política internacional es a otro precio, no solo por el nuevo presidente estadounidense, sino por la victoria en toda la línea del Partido Republicano. El estado de nerviosismo ha sido tal que el Gobierno le dio esta semana, a su vez, una trascendencia inusitada a si fue un saludo o una reunión el reciente encuentro de Trump con los expresidentes colombianos. Con ello el revuelo fue muy superior y se dejaron exportar las fricciones colombianas. Pudo más la anécdota, el chisme, el pleito por las preminencias políticas en lo interior, que la calma en quien tiene constitucionalmente las indiscutibles atribuciones respectivas.     

No obstante Estados Unidos, que desde luego no improvisa jamás su política internacional y medita cada paso con base en unos principios prestablecidos, no va a asumir ninguna actitud frente a Colombia con fundamento en una reunión con unos expresidentes. De suyo, lo que Trump hable con Santos en la próxima visita oficial ya está también cocinado de antemano y con los documentos respectivos. Para el caso, los temas serán los ya sabidos: auge de los cultivos ilícitos, la apremiante situación venezolana y el proceso con las Farc. El punto central, sin embargo, no está ahí. Está en el Plan Colombia y sus ayudas. Cómo se aprueben y cómo se orienten los nuevos recursos, pendientes en el Congreso, estará en manos única y exclusivamente de los congresistas republicanos. Y es con ellos, en buena parte, que se debe desenvolver la diplomacia.