90 días a bordo de Trump | El Nuevo Siglo
Jueves, 20 de Abril de 2017

La recuperación por parte de los Estados Unidos del escenario internacional sólo hasta ahora comienza a ser noticia. Bastaron tres meses exactos de transcurrida la administración Trump para que se diera un viraje capital. Y a hoy es claro, luego de la gelatinosa y desorientada Administración Obama, que la potencia norteamericana no necesita desplegar los usuales y grandes destacamentos de infantería y los centenares de aviones y tanques por el orbe, sino que es suficiente con activar ráfagas de misiles desde una embarcación o recurrir a alguna bomba extraordinaria y de precisión quirúrgica para eliminar, dentro de los cánones de la legislación universal, las guaridas del terrorismo, como el ‘Estado Islámico’ en Afganistán, o advertir al enemigo sobre su suerte en caso de trascender los límites humanitarios, como en Siria, luego de la espantosa matanza de niños con gases y ácido.

La noción de la guerra, pues, ha cambiado drásticamente. Enviar miles de hombres a las operaciones militares, al igual que en los tiempos remotos de la Primera y Segunda Guerra mundiales, es tanto como desconocer los avances de la tecnología y, por el contrario, resulta negligente porque una conducta así, en vez de poner en práctica los convenios de Ginebra y el Derecho Internacional Humanitario, promueve la sangría, la depredación y la barbarie. Una guerra de contención debe comenzar, precisamente, por usar los instrumentos necesarios y a la mano, dentro de la experticia militar correspondiente y los códigos legales, para evitar el escalamiento y ahorrar la mayor cantidad de víctimas posibles, sean ellas de carácter civil o castrense. Nada más espinoso, por ejemplo, que llegar a pensar que Estados Unidos participa en las guerras internacionales para ejercitar sus tropas de tierra, mar y aire, y con ello justificar el multibillonario y más grande reducto salarial de ese país.  

No es fácil, desde luego, asimilar el nuevo escenario global bajo esas premisas. Y es muy prematuro, a la vez, señalar alguna especie de doctrina militar Trump con tan solo noventa días de ejercicio en el cargo más poderoso del mundo. Cualquiera sea el caso, no se trata de retornar a la “guerra fría”, como dicen algunos erróneamente. Más bien, por el contrario, el mensaje práctico de estos tres meses consiste en que Trump está dispuesto a equilibrar las cargas con Rusia y China, directamente y a través de la diplomacia. Pero también sabe que Rusia adolece de capacidad económica para ejercer un liderazgo político mundial, a la vez que China, si bien fuerte en el aspecto económico, no tiene las atribuciones políticas para ello. Solo Estados Unidos combina ambos factores. Por lo tanto no se trata de una “guerra fría” entre equivalente antagónicos, sino de practicar la diplomacia efectiva con ellos. Lo que no significa, por supuesto, contemporización ni abandonar los principios de la libertad y los intereses vitales. Los demás países entran en otro nivel y de ahí para abajo se van escalafonando en su importancia. Lo que hay, pues, es una jerarquización de las relaciones internacionales frente al mundo horizontal y un tanto ingenuo de Obama. No se dio entonces, en Trump, el aislacionista que los opositores auguraban, ni tampoco el vaquero a rajatabla que otros pensaban.  

En el plano interno las modificaciones han sido más bien estrepitosas. No hay duda de que por su figura y su estilo, que es lo que más le causa urticaria a sus opositores, Trump sigue representando un cimbronazo en la política norteamericana. La oposición ha contado con armas sustanciales como los contactos de los “trumpistas” con Rusia en la campaña. En tanto, el fracaso de la reforma del Obamacare, por ejemplo, provino de algunos republicanos, que la querían más radical, pero los demócratas salieron de inmediato a cobrar el hecho como suyo. De otro lado, se han producido ires y venires con los decretos antiimigración y el controvertido muro mexicano. Y sigue estando a la orden del día la rabiosa melancolía de quienes ganaron el voto popular pero perdieron, de lejos y estruendosamente, el voto de los colegios electorales estatales. Al fin y al cabo, esa diferencia se dio básicamente por los rubros de Nueva York y California, los lugares élites que desde la campaña más abominan a Trump.  Es, en tal sentido, un hecho notorio que la política opositora, con prensa y redes a bordo, es desestabilizarlo y armarle su Watergate. Dicho esto, le falta a Trump recorrer lo más importante: el plan de rebaja de impuestos y la revolución de la infraestructura, aunque ha avanzado en el recorte de la tramitología y ha subido, como pocas veces, los índices de confianza económica.

En resumen, pese a recibirlo como nunca con las espuelas y negarle la tradicional luna de miel, Trump mantiene una aprobación promedio, en el lapso, del 42 por ciento, más o menos lo mismo de su registro electoral. Sus partidarios dirán que con solo tres meses tiene todo para subir mientras sus opositores que, al contrario, tiene todo para bajar. De modo que las apuestas siguen abiertas y sobre el tapete. Ese es Trump: la incógnita de siempre.