Peñalosa ¡aquí y ahora! | El Nuevo Siglo
Domingo, 5 de Marzo de 2017

No es bueno para Bogotá que su Alcalde no alcance ni siquiera una popularidad medianamente aceptable como aliciente de su gestión. Salvo por errores garrafales o escándalos de corrupción, el decaimiento en la imagen de cualquier burgomaestre genera incertidumbre y precipita el pesimismo citadino. Que es, precisamente, todo lo que hay que cambiar en la capital colombiana donde se vive, desde hace tiempo, un estado de abatimiento insostenible.

Desde luego, Bogotá ha empeorado su calidad de vida en aspectos clave. Pero en otros igualmente importantes ha tenido mejoras indudables, incluso convirtiéndose en una de las ciudades más prósperas de la América Latina, si se estudian ciertas variables e índices. Todo eso, sin embargo, no asoma, ni nadie hace por asomar, promoviendo por el contrario las características más infecundas y caóticas del entramado capitalino.

En general, los alcaldes de las demás ciudades del país tienen rubros superiores o bastante aceptables de popularidad. En ello destacan Barranquilla y Medellín, pero en otros sitios los niveles de desaprobación no son alarmantes. En Bogotá, sí, porque Enrique Peñalosa no ha podido salir de las aguas cenagosas del 25 por ciento. Y eso, en medio de un proceso de revocatoria, no sólo es peligroso, sino que puede ser un salto al vacío.

De todos es sabido, por supuesto, que Peñalosa no es un dirigente dado a gobernar por las encuestas o proclive a los indicadores de aprobación o desaprobación. Pero, en el mundo contemporáneo, la sintonía popular es parte integral de la gestión y es indispensable generar una pedagogía secuencial sobre lo que se está haciendo y lo que falta por hacer. Para ello, en primer lugar, se requiere de una visión de ciudad que sirva de plataforma cotidiana para evaluar la ruta que se va transitando. No basta con un programa de gobierno inerte, o de las cláusulas frías del Plan de Desarrollo, sino de la transmisión permanente, por parte del alcalde, de lo que hace y pretende y de cómo evalúa su propio equipo de gobierno en esa dirección.

Es posible que lo anterior se logre en los debates del Concejo de Bogotá o en foros públicos como los de la venta de ETB, pero todo ello es la visión de ciudad hacia adentro y es un imperativo categórico también hacerlo hacia afuera. El hemiciclo citadino por desgracia adolece de la atención debida y las reuniones académicas son para expertos. Tampoco es secreto que Enrique Peñalosa cree que con solo adoptar y sacar avante las políticas públicas ellas se defienden por sí solas. No siempre es así. Una persona de los quilates de Nicanor Restrepo, cuando era gobernador de Antioquia, solía decir que gobernar es mitad administrar y mitad explicar. Esa, a no dudarlo, es la síntesis del buen gobierno. Todo el país sabe que para Peñalosa Bogotá es una pasión. Transmitirlo a diario, ser capaz de traducir los razonamientos áridos en emociones cotidianas, para crear lazos indisolubles con la ciudadanía, es la tarea que corresponde a cualquier alcalde de Bogotá que se haya encontrado con semejante estado negativo de la opinión pública, desbordada por la negligencia y el caos heredado.

De otra parte, es fácil constatar cómo Enrique Peñalosa se encuentra virtualmente solitario en sus propósitos administrativos. Suele ganar, desde luego, las votaciones en el Concejo de Bogotá, pero una actitud política de defensa integral de quienes lo respaldan, no existe, o por lo menos pasa totalmente desapercibida. Y esa tal vez sea una de las grandes falencias y por lo cual el pesimismo sigue campeando. La débil promoción de los fructíferos cambios en seguridad, salud, educación y otros indicadores, es una mácula, no solo de la Administración, sino en particular de los encargados de llevar la vocería de la coalición política. Parecería existir, en esa conducta, una lesiva situación de fuga que, por supuesto, no responde a los requerimientos políticos del momento. Con ello no solo se da la sensación de una Administración atrincherada, sino carente de iniciativa política, porque nadie la defiende y se deja el espacio libre para el filibusterismo opositor.

Aparte de todo lo anterior también está, y hay que decirlo con todas las letras, la abulia que se ha apoderado de los bogotanos. Se pudo haber votado por quien fuera en el debate electoral, pero una vez elegido el alcalde, cualquiera sea, debe darse una mancomunidad de propósitos entre el gobierno y la ciudadanía porque la sensatez indica que todos queremos sacar adelante la ciudad y no que se frustre y caiga en manos de los politicastros, cuya función es el fracaso de los demás para camuflar de este modo sus propios desaciertos y desventuras.

Esa carencia de solidaridad citadina, donde cada día se erosiona con mayor impacto el espíritu colectivo, tal vez sea el factor más agobiante de lo que se percibe en Bogotá. Con ello se ha degradado el trato humano, se ha enquistado la hostilidad como fórmula vital y casi nadie se reconoce como vecino y prójimo. La calle, ciertamente, ha dejado de ser el sustrato sustancial del bien común y el espacio público, deteriorado a más no poder, y es a su vez el más grande atentado a la estética y el urbanismo, inclusive dentro del “otro sendero” que pregonara Hernando de Soto.

La baja aprobación que hoy tiene Enrique Peñalosa en las encuestas no es, pues, sólo un tema concerniente a él y en particular a su coalición. También lo es para todos los bogotanos, raizales y residentes, que han adoptado la amargura de excelsitud.