Juan Rulfo, cuando la ficción supera a la realidad | El Nuevo Siglo
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Domingo, 19 de Marzo de 2017
Vivián Murcia G.*

En literatura no existen puntos de corte tajantes. No hay un antes y un después del realismo mágico, por ejemplo. Los denominados nuevos movimientos son producto de novelas escritas por quienes se han nutrido de los clásicos y, también, de sus contemporáneos. Por eso, decir que Juan Rulfo significó el fin de la literatura de la Revolución no es del todo acertado. Rulfo, con El llano en llamas (1953) Pedro Páramo (1955) y El gallo de oro (1980), formuló nuevas estructuras de la novela mexicana sin, por ello, renunciar al diálogo con lo que venía produciéndose.

En sus obras se presenta una combinación de realidad y fantasía -que es un signo innovador en la literatura mexicana del momento- cuya acción se desarrolla en escenarios mexicanos ya tratados por la literatura de la Revolución. Sus personajes representan y reflejan el tipismo del lugar con sus grandes problemáticas socioculturales que ya se podía leer en novelas clásicas como Los de abajo (1915). El valor añadido de Rulfo es que leyó y reconstruyó a su sociedad mexicana a través del mundo fantástico.

A su vez, la obra de Rulfo, y sobre todo Pedro Páramo, permitió las experimentaciones narrativas, como es el caso de la generación del medio siglo en México o los escritores pertenecientes al boom latinoamericano.

 Las pocas obras de Rulfo le valieron el reconocimiento en los circuitos literarios más importantes de habla hispana. Recibió premios tan importantes como el Nacional de Letras de México (1970) y el Príncipe de Asturias de España (1983).

 Pedro Páramo, una ansiedad hecha literatura

Pedro Páramo tuvo una larga gestación. Rulfo sostuvo que concibió la primera idea de la novela antes de cumplir los 30 años y en dos cartas dirigidas, en 1947, a su novia y luego esposa, Clara Aparicio, se refirió a esta obra bajo el nombre de Una estrella junto a la luna, diciendo que le daba algún trabajo. Posteriormente, también declaró que los cuentos de El Llano en llamas fueron en parte una manera de aproximarse a su novela.

 Gabriel García Márquez escribió, al recordar su primera lectura de la novela:

 “(...) Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa: ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda! Era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá -casi diez años atrás- había sufrido una conmoción semejante”.

Rulfo leyó a Goethe, a Cervantes, a Tolstoi, etcétera, y aunque la crítica calificó a Pedro Páramo como faulkneriana no fue sino hasta ya publicada que el mexicano leyó a William Faulkner.

El escritor se declaró objeto sensible y presa de algo que lo rebasaba: “El mérito no es mío. Cuando escribí Pedro Páramo sólo pensé en salir de una gran ansiedad. Porque para escribir se sufre en serio”.

Además, según Rulfo, la necesidad que subyace a todo texto es una urgencia del lector, así, aseguraba en un congreso en las islas Canarias en 1979: “Escribí Pedro Páramo porque quería leerlo”.

Reconoció la importancia de la lectura para “encontrarse a sí mismo y al otro”, y también aseguró que la palabra poética es efectiva precisamente porque sintetiza, no tiende a explicar y, así, invita al acto de la lectura. Rulfo pulió y podó su discurso escrito hasta lograr esta finalidad. La idea lo obsesionó y la reiteró una y otra vez en sus entrevistas.

“Rulfo insistió en la necesidad de alcanzar la muerte del autor, para objetivar el mundo de ficción en sus textos”. 

La clave del buen escritor: leer

En un documental mexicano cuenta el propio Rulfo que era un lector voraz, capaz de leer dos títulos por día. Esa visión corresponde a la que dio otro de sus colegas y compatriota, Carlos Fuentes, quien aseguraba: “Si algo había sido publicado en español, él lo había leído”. Incluso durante los tres meses de agonía a que lo sometió el enfisema de pulmón que finalmente le causó la muerte, mantuvo un promedio de un libro diario.

“Cuando murió, en 1986, su biblioteca personal sumaba 10 mil volúmenes”-recuerda, en el documental, Víctor Jiménez, amigo personal y director de la Fundación Juan Rulfo- “y, sin embargo, él consideraba que ni siquiera se acercaba a una colección de títulos de la que podría haberse vanagloriado”.

Se ha comentado y se ha escrito mucho sobre los silencios de Juan Rulfo. También sobre su estilo entrecortado y lacónico, en contraste, la crítica reitera, la oralidad de su escritura. Las múltiples voces de sus personajes y del contexto, la sonoridad de los pasajes que rivaliza con el silencio.

Si, como bien decía José Emilio Pacheco, “la extrema parquedad de Rulfo hace cada línea un tesoro digno de conservarse”, tanto más cabe decirlo de su palabra oral.

Yvette Jiménez de Báez reunió en su libro Juan Rulfo: del páramo a la esperanza. Una lectura crítica de su obra  (Fondo de Cultura Económica) un corpus extenso de entrevistas y charlas de que dio Juan Rulfo como clave para entender al autor y a la obra.

 Elena Poniatowska asegura:

“Para eso de las entrevistas Rulfo es como los arrayanes y naranjos que se dan en Comala (agrios). Cuando le hice la primera pregunta en enero de 1954, me quedé media hora esperando la respuesta. Me miraba lastimosamente como miran esos perros a quienes se les saca una espina de la pata. Y al fin comencé a oír la voz de los que cultivan un pedazo de tierra seco y ardiente como un comal, áspero y duro como un pellejo de vaca”.

Rulfo también afirmó lo que, para él era, el compromiso del escritor: “El escritor debe ser el menos intelectual de los pensadores”.  

Lo que importa no es el autor sino los personajes

Rulfo insistió en la necesidad de alcanzar la “muerte del autor”, para objetivar el mundo de ficción en sus textos. Puso un empeño especial en lograrlo:

 “(...) Dejé de escribirla (la novela) cuando sentí que había eliminado todas las explicaciones, las divagaciones (...) Yo no he querido incluir ninguna idea mía, no quise interferir. Si te fijas, tanto en los cuentos  como en la novela, el autor se eliminó. Creo que cuando logré eso, dejé de trabajar en la novela y también en esos cuentos”, aseguraba Rulfo en una de las entrevistas recopiladas por Jiménez.

“Lo que importa no es el autor sino los personajes”, diría unos meses después. Y en efecto, aun cuando habla un narrador en tercera persona su punto de vista apenas rebasa el de sus personajes.

Rulfo también afirmó lo que, para él era, el compromiso del escritor: “El escritor debe ser el menos intelectual de los pensadores”.

 Y agregó: “Hay que temerle a las novelas que se empeñan en darnos un mensaje. Mensaje ha llegado a ser una palabra enfadosa. Toda obra que tiene un punto de vista nos lo comunica. Porque toda obra es el total de la vida de un ser humano”.

En 1975 el autor dijo: “La cultura es el gran compromiso del escritor, la verdad es el gran compromiso del periodista”. La verdad periodística supone para Rulfo sólo la fidelidad a unos hechos, mientras considera que el arte y la cultura tienden al conocimiento de una realidad más profunda. Por eso reclama para el escritor “toda la libertad posible” por encima de sectarismos, “pero nunca por encima de la Historia”.

Agregó Rulfo: “Hay novelistas que leemos por las sensaciones que nos dejan. En apariencia sus libros no contienen ningún ensayo filosófico -en lo que distinguen de Thomas Mann o de Aldous Huxley- pero nos dan una imagen cabal del ser humano».

No hay duda que todo lector de Pedro Páramo reconocería la validez de estas afirmaciones como lo hizo Octavio Paz: “Todo secreto, todo el misterio de Rulfo (...) es que nos da una imagen y no una descripción de nuestros paisajes. Rulfo crea nuestra propia realidad y nuestro entorno; no los recrea”.

La imaginación parece implicar el logro de una trascendencia de los hechos. Rulfo lo expresó como un “ver hacia adentro” que se opone al “ver hacia afuera” del periodista: “el periodista está narrando y el literato está imaginando”.

 “La literatura no es, como creen algunos, un elemento de distracción. En ella hay que buscar la certeza de un mundo que las restricciones nos han vedado. El conocimiento de la humanidad puede obtenerse gracias a los libros; mediante ellos es posible saber cómo viven y actúan otros seres humanos que, al fin y al cabo, tienen los mismos goces y sufrimientos que nosotros”, dijo Rulfo en una entrevista.

Así, Rulfo es exigente con el lector y consigo mismo como autor. Señaló que el escritor no puede hablar de lo que desconoce, por eso, la Historia estaba por encima de la ficción aunque, para él, la una y la otra no eran disociables.

“Recuerdos, simplemente no los hay, lo único que hice fue ubicarme en esa región (...) porque la conozco y porque la infancia es lo que más influye en el hombre (...) es una de las cosas que menos se olvida, que más persiste en la memoria de cualquier hombre”, aseguraba refiriéndose a Comala, el pueblo de habitantes muertos donde se desarrolla Pedro Páramo.

 En una entrevista, un periodista le preguntó si Pedro Páramo representa una “cosmovisión de México y del mundo”, y él comentó:

“Si eso lo tiene, será porque se habrá abierto camino hacia terrenos de universalidades. Yo, en principio, quise presentar un cacique que es una característica de México. Porque allá existe un caciquismo tanto de tipo regional como estatal (...) La estabilidad política del país tiene mucho que ver con el caciquismo, pues cada cacique domina cierta región que el Estado deja en sus manos. Será el cacique quien dará las órdenes y el que habrá de regir en la región. Esto abunda”.

Afirma que el escritor latinoamericano ha hecho de su escritura un acto de liberación sin enajenarse de la Historia: “Nuestra literatura ha sido acogida en otras latitudes favorablemente, no porque sea exótica o pintoresca, sino porque la fundamenta un hombre que enfrenta problemas y angustias comunes a los demás, y porque ese hombre desesperado no se resigna a las dificultades, sino que conjuga realidad e individuo y lo transforma en arte”.

¿Cree que la literatura es una mentira para decir la verdad? , le preguntaron en una entrevista, a lo que Rulfo contestó:  

 “Lo ha dicho muy bien. Hay que ser mentirosos para hacer literatura. Ahora bien: hay una diferencia entre la mentira y la falsedad. Cuando se falsean los hechos, se nota inmediatamente lo artificioso de la situación. En cambio, cuando se están contando mentiras, se está recreando una realidad a base de mentiras. Se reinventa el mismo pueblo que aún existe”.

 

Con Rulfo nació aquello que se denominó realismo mágico porque tanto en Pedro Páramo como en Cien años de soledad se hace del mito y la fantasía el complemento para que la Historia revele la realidad de un pueblo adverso como el latinoamericano. Asumir el mito es, en estas novelas, un modo de penetrar en la Historia y esclarecerla. El mito no oscurece, sino que lleva a la Historia por el camino de lo simbólico:

 “Jugar con hechos ciertos y ficticios hasta saber si lo ficticio desvirtúa a la Historia, o al revés. Yo tengo el pálpito de que la ficción va a ganar”, señalaba Rulfo. 

*Coordinadora de Revista El PortalVoz, Madrid, España. @vivimur83/ @elportalvoz